Basta comparar los resultados electorales de los dos últimos años con los de los cuarenta anteriores para comprobar que la fragmentación de las opciones políticas es un hecho incuestionable en España. Acostumbrados como estaban los españoles a dirimir el Gobierno entre un partido de centro-derecha como la UCD y el PP, y otro de centro-izquierda, como el PSOE, no había otra alternativa que elegir Gobierno entre una de esas dos opciones. En general los electores decidían más por los errores del Gobierno de turno que por las propuestas de la oposición. Así, Felipe González, un carismático pero superficial «encantador de serpientes» que parecía imbatible, cayó víctima de la corrupción que lo rodeaba (que consintió y no combatió) y no por las alternativas que ofrecía José María Aznar.

El PP de Aznar sucumbió desde su mayoría absoluta del segundo mandato por su propia corrupción, la pésima gestión de los flagrantes errores de la guerra de Irak y las mentiras que vertió sobre la autoría del criminal atentado del 11M en Madrid.

El Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero se desmoronó por la desastrosa gestión de la crisis económica y por su manifiesta incompetencia, lo que llevó en volandas a la Moncloa al inane M. Rajoy, quien por sí mismo ni siquiera era capaz de ilusionar a media docena de acólitos incondicionales.

Y así, mientras año a año del siglo XXI los españoles se sentían más y más desafectos con la tradicional clase política, derivada en casta a causa de su enquistamiento como grupo privilegiado, la crisis que estalló en el 2008 propició la eclosión o aparición de nuevos partidos, como Ciudadanos (poco antes) y Podemos (algo después) que parecía que iban a aportar savia nueva y revitalizante a la mortecina y anquilosada casta.

No ha sido así. Lejos de buscar la regeneración que proclamaban, Ciudadanos ha recogido en su seno y sin el menor escrúpulo a resabiados, desechados, fugados y transfugados de los viejos partidos (PP, PSOE y en Aragón el PAR). Por su parte, los dirigentes de Podemos y demás mareas, confluencias, compromisos y otras hierbas se han convertido en casta viva y parecen más preocupados en conservar sus cargos y su estatus que en mantener el mensaje ilusionante y combativo que los llevó a cosechar más de cinco millones de votos. Los viejos partidos nacionalistas, algunos derivados en independentistas, han crecido, como también lo ha hecho la extrema derecha agrupada, prietas las filas, en torno a Vox, una rancia excrecencia. Y así estamos.

*Escritor e historiador