El papa Francisco ha pedido clemencia por los abusos sexuales cometidos por la Iglesia católica, de la que él es el máximo responsable. Lo leo y, automáticamente, vuelvo a disparar esa frase desde las entrañas: «Yo no te creo». Verbalizar esa sensación, dejarla fluir, me reconforta y, a la vez, me sitúa en el único lado posible en el que se puede estar ante tanta atrocidad: el de los niños y niñas violados, ultrajados, amputados sentimentalmente de por vida. Dicen que el Papa ha tenido una visita incómoda a la República de Irlanda. Me resulta dudosa la incomodidad del Pontífice, me genera algunas dudas sobre las causas: ¿quizás la obligación de hablar de los abusos sexuales perpetrados por sus sacerdotes? ¿La publicación de un secreto que se ha ocultado durante más de 70 años? Mal asunto si esos son los motivos de la incomodidad papal.

Bergoglio debería estar permanentemente incómodo, constantemente avergonzado, pero no porque sepamos lo que pasa, sino porque pasa, ha pasado y, a tenor de su falta de determinación, más allá de rezos y letanías, seguirá pasando. El Papa debería haber mostrado su incomodidad por todos los continentes que ha visitado, debería haber pedido perdón en Brasil, en Kenia, en Suecia, en Egipto, en Cuba y en EEUU, entre otros países. En todos y cada uno a los que ha viajado y a los que viajará. ¿Por qué nadie hizo nada por impedir que siguiera pasando? Corresponde a Jorge Mario Bergoglio, el papa número 266 de la Iglesia católica, darles una respuesta, por mucho que le incomode.

*Periodista