El decreto-ley de 1957 por el que se establece la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos observa, como primer objetivo de su existencia, «perpetuar la memoria de los caídos en la Cruzada de Liberación», para ejemplo de generaciones venideras. Eso es lo que llevan haciendo desde entonces los monjes de la Gloriosa Orden de San Benito, que se niegan a facilitar la exhumación de ese cadáver que les facilitó por el morro alojamiento, comida, velas y un sentido trascendental a sus vidas. Que el país pasara de dictadura a democracia en 1977 no es un problema de ellos. Les encomendaron una misión y, con el espíritu insobornable de los caballeros templarios, obedecen. El dictador también les exigió, entre otros fines, «seguir al día la evolución del pensamiento social en el mundo». Pero seguirlo no significa cumplirlo. Como dijo uno de esos benedictinos, «la Iglesia son los miles de españoles que quieren que las cosas estén como quiso Franco».

Llegados a este punto de máximo grado de intolerancia, estupidez y cerrazón, cabe preguntarse qué se hace con esta pandilla de ababoles anclados en el pasado más tenebroso de España. No quieren saber nada de democracia ni de leyes civiles ni de mandatos eclesiásticos. Francisco Franco, el tipo que les dio de comer, está por encima de Dios y de los hombres. Son como niños caprichosos capaces de montar un cristo antes de comerse la sopa. En sus tiempos, y según el modelo social y político que veneran, los hubieran hinchado a bofetadas o puesto a picar piedra en el mismo valle. Hoy en día somos más civilizados. Tenemos leyes que impiden coger a un prior por el cuello, meterle un embudo en la boca y verter la sopa por su gaznate.

*Editor y escritor