Si tú le hablas a una persona menor de 20 años de Franco, es como si a mí me hablas del general Prim. Le suena lejos lejos. Y eso que todavía quedan personas vivas que sufrieron, y mucho, los tiempos que impuso el dictador. Quedan muchas. Nuestros padres, nuestros abuelos, nosotros mismos en algunos casos. Yo era una niña cuando Franco murió, pero eso no significa que el franquismo acabara de cuajo tras meter al Amado Líder bajo tierra. La inercia de cuarenta años de usos y costumbres pacatos y atrasados, de miedo a los poderosos, de «usted no sabe con quién está hablando», de clases sociales marcadas… todo eso tardaría en desaparecer. ¿Desaparecer? Parece que no del todo. Cuando partidos como Podemos decían que la Transición estaba llena de fallos, los de mi generación le quitábamos hierro: Era lo que había que hacer, había que cerrar heridas… Sin embargo, y para mi vergüenza, estos días siento que tengo que darles la razón. La familia Franco, que lleva décadas viviendo del cuento después de que muriera el abuelo, se cree con derecho a decidir sobre el Valle de los Caídos. Algunos militares, que han desarrollado buena parte de su carrera en democracia, salen a defender la figura del dictador alto y claro. Los asesinados republicanos siguen sin salir de sus cunetas.

Así que ante esta desvergüenza, ante esta relectura de la historia reciente en la que Franco aparece como un prócer que nos trajo el progreso (qué es un dictador sino un padre brutal para su pueblo), tengo que reconocer que esos cuarenta años de infamia no están superados. Ni de lejos. H *Periodista