El Parlament de Cataluña vivió ayer una de las sesiones más bochornosas que se recuerdan en tres largas décadas. La comparecencia de Jordi Pujol Soley fue un fraude sin paliativos a la Cámara y a los ciudadanos. Pujol se limitó a leer en su primera intervención unos folios que poco aportaron a lo ya sabido. Lo que pasaría después se vio venir enseguida. Cuando comenzó el turno de preguntas de los diputados, Pujol no hizo gesto alguno de tomar notas para preparar las respuestas. Escuchó impasible las recriminaciones y las cuestiones concretas que se le hicieron, dando a entender que no iba a entrar en ello. Pero lo peor estaba por llegar. El turno de respuesta del defraudador confeso fue un despropósito, un compendio de los males de toda una época. Saltándose el guion que a buen seguro le había preparado su defensa, emergió el Pujol de antaño. Soberbio, irascible, empeñado en dar lecciones de moral a los diputados que preguntaban lo que todo el país quiere saber. Cabía la posibilidad de que Pujol perdiera los papeles y los perdió. Mientras el portavoz de CiU, Jordi Turull, se convertía en abogado defensor del compareciente.