Sánchez iba anunciando elnombre de los ministros. La mayoría se conocían. Un Gobierno de indiscutible solvencia. Y llegó el turno de Cultura. Los párpados de muchos se elevaron. ¿Perdón? Una rápida búsqueda en Google. Sí, es él, no hay otro. Màxim Huerta, el escritor, pero también el colaborador del Programa de Ana Rosa. Hubo quienes le concedieron un margen de confianza. Muchos le demonizaron al instante, especialmente los guardianes de las esencias más elitistas de la cultura. Sus antiguos tuits echaron más leña al fuego.

Que la mayoría de sus mensajes tuiteros respondieran a la exaltación de una gala nocturna o a una retransmisión loca de Eurovisión no se tuvo en cuenta. Si hablaba de las tetas de Ana Rosa delataba su sexismo, aunque ella fuera su amiga. Si hablaba de la cantidad de gais en Eurovisión, era homófobo, a pesar de su homosexualidad. Al fin, lo que resultaba más imperdonable era su frivolidad.

¿Está la cultura reñida con la frivolidad? No tiene por qué. Resucitemos a Oscar Wilde, pongámosle un móvil en la mano, una cuenta de Twitter y los pilares de las esencias temblarán. Un «príncipe de la frivolidad esnob», lo definió Francisco Umbral. «Un ingenioso que casi siempre tenía razón» según José Luis Borges. Al fin, un genio. Aunque quizá él nunca lo supo. Nosotros tampoco sabremos cómo hubiera ejercido Huerta su ejercicio ministerial. Qué escondía su aparente frivolidad. Pero su presencia resultaba, como mínimo, interesante.

*Escritora