En uno de sus muchos momentos de oscura luz, Nietzsche nos dijo: «En la soledad, el solitario se devora a sí mismo; en la muchedumbre lo devoran los muchos. Elige, pues». Pero ahora no podemos elegir. El confinamiento ha empujado a muchas personas a una total soledad y a otras tantas a una extraña soledad compartida con unas pocas personas -su pareja, sus padres, sus hijos- que pone también a prueba nuestro pequeño y privado microcosmos. La experiencia de otros países nos dice que, tras este examen por sorpresa, se han disparado los divorcios. Lógico. En circunstancias normales, es decir, cuando la vida está estructurada por las horas de separación que produce el trabajo, cuando el estrés puede disminuirse con un paseo, cuando el cansancio hace pensar en casa como en el refugio del guerrero, la rutina tapa todas las grietas de cualquier relación que, de estar enferma, puede mantenerse asintomática. Pero ahora no hay cemento con el que tapar las grietas.

De la misma manera, para los físicamente solos, aquella soledad hermosa y elegida que podía ser fuente de inspiración y casi oasis cuando estaban rodeados de horarios, compañeros de trabajo, ocios y negocios y compañías a veces no deseadas, ha pasado de ser amante a ser esposa y eso no siempre funciona bien. El coronavirus, por tanto, está poniendo a prueba la salud de la comunidad y de los individuos en muchos aspectos. Cada uno de nosotros, cada familia, cada país, está siendo cruelmente desmontado por un enemigo pequeño e invisible. Veremos qué se desmorona y qué sigue en pie cuando todo esto acabe, cuando podamos comentarlo frente a frente con un café y ojalá alguna sonrisa con nuestros amigos. De momento, la única medicina útil para todo esto es quererse con la fuerza de los bares. Intentémoslo. Volverán a abrir y ahí nos encontraremos.

*Filóloga y escritora