Se escuchan tan pocas teorías optimistas acerca de nuestro futuro inmediato que las recientes declaraciones del paleoantropólogo José Luis Arsuaga con motivo de la publicación de su libro más reciente Vida. La gran historia, me han parecido casi reaccionarias. Ojalá hubiera más personas como él, que no ven un futuro sembrado de catástrofes. Cambio climático, contaminación, extinción de especies animales, pobreza, emigración, política y, por supuesto, demografía: por todas partes nos muestran indicadores de que el futuro que nos espera no merece la pena.

Creo que esto del futuro va por modas. En la edad media se llevaba el pesimismo. Triunfaban las predicciones tremebundas. Además, el futuro era breve: ni la ignorancia ni la corta esperanza de vida contribuían a alargarlo. La religión nunca ayudó mucho. O nada. En el siglo XIX, en cambio, la tendencia era el optimismo y la fe. La revolución industrial y científica propiciaron un cambio de filosofía. De pronto la gente creía en lo que estaba por llegar. Todo sería posible. Y, en parte, lo fue gracias a la conciencia de la propia ignorancia, algo que era toda una novedad en la historia de la humanidad.

Ahora podemos impugnar aquel futuro radiante y decimonónico. Nuestro pesimismo se parece más al de tiempos remotos. No somos ingenuos. De hecho, tenemos tanta información que no sabemos cómo procesarla. A veces, las máquinas piensan por nosotros (eso tampoco nos favorece). Sabemos que pronto no cabremos en el mundo y que no habrá agua para todos. Eso si el planeta resiste a nuestro persistente afán por destrozarlo. Tampoco tenemos ningún motivo para creer que seremos capaces de arreglarlo. En el mundo hay más tontos con poder que nunca antes.

Si nos permitieran viajar en la máquina del tiempo, creo que muchos menos de mis contemporáneos querrían viajar al futuro de los que lo hubieran hecho en el siglo XIX. Sin futuro, ¿qué nos queda? El volátil presente. Y acaso el optimismo.

*Escritora