En su última comparecencia pública del año, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, fió su destino a la recuperación económica. El líder del Partido Popular blandió los indicadores como dogma de fe, ignorando que la mayoría no percibe en carnes propias la pretendida mejora estructural. Minutos antes de su enésimo ejercicio de triunfalismo, el Consejo de Ministros había aprobado subidas ridículas para las pensiones y para el salario mínimo interprofesional. No deja de ser un insulto a la inteligencia que el país vaya supuestamente camino del despegue definitivo y los jubilados o los asalariados más débiles no recojan uno solo de los supuestos beneficios del cambio de ciclo. La liturgia de un discurso político reducido a la economía suena a música celestial.

Pese a todo, el mayor problema de su diagnóstico de clausura del 2014 no fue esa mirada parcial, tamizada por estadísticas etéreas e inaprensibles para el ciudadano de a pie, sino la evanescencia de su llamamiento a la estabilidad y su defensa del bipartidismo ante la llegada de un largo proceso electoral con dos llamamientos a las urnas en un solo año. Cuando el jefe del Ejecutivo defendió las bondades de la estabilidad ignoró que la crisis, y la falta de respuesta pública ante sus efectos, se produjo en una etapa política de gran estabilidad que, sin embargo, no deparó acuerdos entre los dos partidos que han monopolizado el tablero institucional español durante las tres últimas décadas.

Ni Rodríguez Zapatero encontró agarraderos en el PP ni el propio Rajoy lo ha conseguido en una legislatura convulsa y de renovación para los socialistas. Solo la reforma constitucional para blindar el pago de la deuda, cuando el país estaba al borde del rescate mediado el 2011, puede considerarse un acuerdo de Estado a la altura de las respuestas que necesitaba el país durante este lustro de descarnada crisis. Y no es precisamente ni el mejor ni el más edificante de los pactos posibles. Por tanto, cuando el presidente aludió a la "estabilidad" hubo quienes escuchamos "continuidad", que no es ni mucho menos lo mismo en una etapa con un importante secuestro de la soberanía nacional por poderes extraestatales también llamados Troika.

Solo así se entiende por qué, en las encuestas, las dos formaciones dominantes que ya recibieron un serio correctivo en los comicios europeos de mayo, mantienen un importantísimo e implacable desgaste. Desde entonces, la intención de voto de PP y PSOE no ha hecho más que tambalearse, guste más o menos, por lo que la insistente advertencia de los riesgos de inestabilidad no parece conseguir efecto alguno. Rajoy se resiste a entender que el momento social y político precisa de cambios, pudiendo ser estos controlados por los actuales actores políticos o rupturistas si entra en la nueva escena electoral un nuevo partido como Podemos. Probablemente, muchos de quienes secundarían la opción de Pablo Iglesias buscan un voto de castigo y no la solución mágica a todos los problemas.

MIENTRAS EL presidente Rajoy no entienda este fenómeno, sus apelaciones a la recuperación económica y a la estabilidad política e institucional caerán en saco roto. Su negativa a analizar posibles reformas constitucionales, la laxitud de las medidas ejecutivas contra la corrupción, la falta de determinación en las reformas administrativas de auténtico calado o la negativa a abordar la dimensión política del desafío soberanista catalán son factores que poco tienen que ver con la economía pero que lastran la confianza en las instituciones públicas en general y en su persona en particular.

La profundidad de los problemas de una década tan compleja requiere de liderazgos nuevos o como mínimo renovados, y Mariano Rajoy no representa ninguna de estas vías. Sobre todo después de propugnarse para la reelección, como hizo en la mencionada comparecencia del viernes, sin reparar en que él es hoy parte del problema del PP y no la solución porque es muy difícil pensar que el presidente es capaz de reinventarse o de adaptarse a una nueva realidad.

En su primer discurso de Navidad, el Rey Felipe demostró mucha más rotundidad, confianza y verosimilitud que Rajoy en su comparecencia miope por economicista. Con el cambio generacional, la Corona ha conseguido afianzarse y encarar una etapa estabilidad por encima de discursos reduccionistas entre Monarquía o República y por encima de los afectos personales y los respetos que obtuvo su padre, el Rey Juan Carlos, por su papel en la Transición. Y eso, en momentos convulsos, es mucho decir. Le toca reflexionar al líder del PP sobre su futuro personal. Aunque en su partido nadie se atreva a decírselo a la cara, debería pensar si en este momento supone más lastre que empuje para los intereses de su formación política y, por ende, de los del país. La respuesta parece sencilla. Para todos menos para los que confunden estabilidad con continuidad.