Los medios de comunicación se hacían eco días atrás de la noticia de que el Gobierno estaba valorando equipar a la Policía con las gafas de google, un instrumento que les permitiría estar conectados de manera constante a bases de datos y a la red y, de ese modo, poseer una mayor capacidad operativa. Se nos decía, por ejemplo, que desde las mismas se podría acceder a las cámaras de seguridad de la zona vigilada, para poseer un control casi total de las calles y así prevenir delitos y alteraciones del orden público. La eficacia policial, se concluía, aumentaría notablemente.

No cabe duda de que la tecnología, aplicada a todos los órdenes de la vida, posee efectos positivos, en la medida en que acrecienta nuestro acceso al conocimiento. Pero, desde luego, no creo que la cuestión de la eficacia policial tenga que ver, en primer lugar, con cuestiones tecnológicas. Su eficacia está condicionada por cuestiones políticas e ideológicas.

El problema del combate del delito no depende de gafas, ni de google ni de afflelou. Cualquier ojo, por cargado de dioptrías que se encuentre, al pasearse por las calles de nuestras ciudades, identifica inmediatamente zonas en las que se amparan y promueven acciones delictivas. No, no me estoy refiriendo a solares poco iluminados en los que se intercambian papelinas, sino a locales luminosos y bien publicitados que forman parte de nuestra vida cotidiana, a los que nos vemos obligados a recurrir constantemente y que, sin embargo, se encuentran en el centro de la delincuencia más lesiva para los intereses ciudadanos. Me refiero, evidentemente, a los bancos, instrumentos indispensables para el blanqueo de dinero, para inversiones especulativas, para negocios turbios a cuenta de la ciudadanía, como vemos cada día en las páginas de la prensa.

El sistema bancario puede servir de metáfora de toda una estructura social insuficientemente fiscalizada desde las fuerzas de seguridad por falta de decisión política. Nuestros poderes públicos son capaces de mandar al Ejército al Índico a combatir a los piratas de la zona (una zona, por cierto, que, mientras sufre hambrunas cíclicas, es esquilmada por las grandes multinacionales de la alimentación y convertida en vertedero de nuestros desechos más tóxicos), pero deja campar a sus anchas a nuestros piratas nacionales, o incluso utiliza todos los mecanismos a su alcance para evitar que sean perseguidos por la justicia. La doctrina Botín o el caso de los jueces Garzón y Silva están ahí como realidades incuestionables. Si hay una costa infestada de piratas esa es, sin lugar a dudas, la del Mediterráneo español.

No hace falta recurrir al argumento de que nuestras fuerzas de seguridad han sido dirigidas por individuos como Roldán y Cotino para entender que, cuando el poder político está en connivencia con las mafias económicas y vive con ellas en una simbiosis perfecta, no es esperable que las fuerzas de seguridad reciban instrucciones serias para perseguir a esas mismas mafias.

A las fuerzas de seguridad no le hacen falta gafas de google, con unos dirigentes políticos empeñados en la persecución de los grandes delitos que socavan nuestras sociedades, sería suficiente. El problema es que esos delitos, además de socavarlas, las caracterizan, pues la connivencia entre una elite económica y política corrupta es una de las señas de nuestras sociedades.

Por eso el poder utiliza a las fuerzas de seguridad para lo que las utiliza: para proteger al sistema, no a la ciudadanía. La persecución de la pequeña y mediana delincuencia está garantizada, la expropiación de viviendas en beneficio de los bancos, también, la represión y criminalización de la protesta ciudadana, sin duda. Es, como digo, una cuestión de orientación política. Cuando un delegado del Gobierno, como en el caso de Gustavo Alcalde, criminaliza la movilización pacífica, atentando de este modo contra la libertad de expresión y manifestación amparadas por la Constitución, para defender los intereses de sus compañeros de partido, asistimos a un ejercicio prostituido de la seguridad ciudadana, como consecuencia de posiciones políticas fascistoides. Lo mismo cabe decir cuando un ministro del Interior, entre misa y padrenuestro, atenta contra la vida de desprotegidos emigrantes en nuestra frontera sur, aquella que limita con la miseria. Miseria material, porque la moral es privilegio de quienes nos dirigen. Solo las urnas, y no las gafas de google, le ponen remedio a esto.

Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza.