En el cine, como en la literatura, terminan no solo abriéndose paso, sino instalándose autores y obras que, en principio, parecían condenadas a pasar desapercibidas, pero que, sostenidas por el público, se resisten a abandonar las librerías o las carteleras. Es lo que ha pasado, por ejemplo, con una excelente película finlandesa, El artista anónimo, de Klaus Härö, que ahí sigue, tras meses de exposición, indiferente al tiempo y la pandemia.

Cuenta una historia realmente encantadora, la de un veterano marchante de arte, casi jubilado y aferrado a sus clásicas maneras de trabajar, con sus clientes de toda la vida y sus libros de consulta. Sin otra herramienta que una pluma, un teléfono y, desde luego, una acreditada vista para distinguir el talento artístico, Olavi vive con pasión la pintura y se esfuerza por descubrir talentos y rescatar obras olvidadas.

Por pura casualidad, cree descubrir en otra exposición de la competencia una obra de un artista ruso extraordinario, Ilia Repin, que podría representar el rostro de un Cristo y cuyo actual propietario no la ha identificado, atribuyéndola a un autor anónimo y poniéndola a la venta en una próxima subasta. Olavi se presentará a esa puja dispuesto a todo, incluso a arruinarse a cambio de hacerse con ese maravilloso óleo de Repin…

La película descansa sobre la formidable actuación del actor finlandés Heikki Nousiainen y sobre la obsesión del protagonista, Olavi, por consagrarse íntegramente al arte como a lo único realmente interesante y trascendente de la vida. Existencia que, en sus aspectos más cotidianos, no será para él sino un mero transitar por deberes familiares y sociales hacia los que no siente el menor interés, limitándose a cumplir el expediente de padre y de abuelo como ya antes cumplió con el de esposo.

Una trama sencilla, en apariencia, pero que, plano a plano, escena a escena, diálogo a diálogo va empapando nuestra sensibilidad con una serie de emociones y sentimientos complejos, algunos contradictorios entre sí, atrayéndonos hacia las obsesiones de los artistas y de quienes, a su vez, se obsesionan por ellos y por sus obras, como si su posesión, de alguna manera, fuese un candado, un dique, una muralla contra el tiempo. Están a tiempo de verla, no se la pierdan.