Cada vez se me antoja más complicado esto de la política. De la política en el sentido elevado del término, es decir, como reflexión seria sobre la realidad y propuesta de acción consecuente. Hacer política en sentido tradicional, al modo en que la practican los partidos sistémicos, resulta mucho más sencillo, pues con atender, por un lado, a las encuestas sobre preocupaciones de la ciudadanía y, por otro, a los intereses de quienes les sostienen el chiringuito, está todo solucionado. Luego, se contenta a los segundos diciendo que se hace en beneficio de los primeros, y ya está.

Sin embargo, cuando la política se pretende hacer con la intención de cambiar las cosas y desde el análisis de lo que acontece, o de lo que aconteció, la cosa se complica enormemente. Probablemente porque eso que llamamos realidad no es tal y cada uno la vive a su manera. Algunos se empeñan en dotar a la política de una dimensión exclusivamente racional, cuando, de hecho, está atravesada de afectos.

Es una cuestión que he podido constatar últimamente a propósito de un tema concreto, la Transición. Desde ciertos sectores, ahora mayoritarios en las fuerzas políticas de la izquierda, se hace una lectura muy crítica de la misma y se ha acuñado la expresión Régimen del 78. Quienes, por edad, no nos sentimos protagonistas de la Transición, aunque algunos la vivimos con intensidad a través de la experiencia de nuestro entorno, la analizamos desde una óptica exclusivamente histórica y subrayamos los elementos de permanencia existentes entre el antes y el después de la Transición. Nos parece importante, para entender ciertas cosas que suceden, señalar que la Transición no desmontó la estructura profunda del franquismo (aparatos del Estado, poderes fácticos) y por ello hablamos del Régimen del 78 como de un régimen no democrático en todos sus extremos.

Ese análisis es recibido, sin embargo, con disgusto por otra generación que parece entender con él el menosprecio a su valioso trabajo de aquella época. Parece como si les dijéramos que sus carreras delante de los grises, su paso por prisión, sus horas y horas de reuniones y movilizaciones en condiciones de peligro, carecieran de valor. Contraargumentan que la España de hoy ha sufrido un cambio radical con respecto al franquismo, lo cual es cierto.

Pero es que ciertos, a mi modo de ver, son ambos análisis. Y no resultan incompatibles. Decir que permanecen restos, muy poderosos y significativos, de la estructura social del franquismo, que siguen condicionando ampliamente la vida política de este país, no es incompatible con entender que, en muchos aspectos, la sociedad española está a años luz, afortunadamente, de la miseria social, política e intelectual que caracterizó a la dictadura. Reconocer las libertades existentes, aunque en proceso de deterioro con los últimos gobiernos del PP, no impide considerarlas tuteladas por unos poderes fácticos que condicionan, y mucho, su eficacia y extensión. Aceptar que la Transición supone el paso de una brutal y sanguinaria dictadura a una sociedad democrática de estilo occidental, no es óbice para señalar las enormes insuficiencias de nuestras democracia, sus límites y contradicciones, entre las que la monarquía, una forma de Estado abiertamente antidemocrática, es su ejemplo más paradigmático.

Cada vez me convenzo más de que la única manera de construir un discurso de futuro desde la izquierda real pasa por reconocer la pluralidad de nuestros orígenes, de nuestras tradiciones, de nuestras sensibilidades. Si para luchar contra la violencia machista debemos ponernos de acuerdo en nuestro diagnóstico de la Transición, si para combatir la corrupción es preciso aquilatar nuestra valoración de las experiencias históricas del socialismo, si para poner coto a los desmanes ecológicos nos empeñamos en discutir si nuestra tradición debe beber en exclusiva de Kant, de Marx o de Weber (digo esto tras la experiencia de hace unos días en un debate en la Complutense en el que se me invitó a participar), nuestro empeño será vano.

La Transición se hizo como se hizo, con las pistolas (en forma de un amenazante ejército franquista y de una ultraderecha muy activa) encima de la mesa. La negociación fue, por ello, absolutamente asimétrica. Y aun así se consiguieron muchas cosas. Reconozcamos eso a sus protagonistas. Y reconozcamos, de cara al futuro, las enormes insuficiencias de nuestra sociedad actual, muchas de las cuales tienen su origen en aquella época. Ese pudiera ser un punto de encuentro entre generaciones que han de hacer política juntas.

*Profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza