Somos portadores y potenciales víctimas de un gen que suele atacarnos en el atardecer de nuestras vidas. Eso del Alzheimer es de las cosas con las que resulta difícil bromear cómo saben bien los allegados de quienes lo padecen. El humor ayuda lo suyo incluso en los trances mayores e irreversibles y, sin embargo, ¿cómo sonreír siquiera, desconociendo el mal de qué se trata?

Unos creían haber descubierto que el Alzheimer se desencadenaba a partir de una enzima; eso dijeron unos neurobiólogos de USA, allá por 1999. Recientemente, el Instituto de Neurociencia de Barcelona ha sugerido que el origen reside en un gen inactivo que cuando se moviliza pone en marcha el proceso degenerativo que es en definitiva, el Alzheimer, pero otros sostienen que son varios los genes responsables y que colaboran solidariamente en el deterioro de nuestros cerebros hasta dejarlos como ordenadores fuera de uso.

Sin que se hayan despejado dudas tan inquietantes ya hay una vacuna, por lo menos una, contra el Alzheimer y cuentan que se ha probado con éxito en ratones, nuestros diminutos semejantes, deduciéndose del experimento que esa vacuna evita los síntomas de la enfermedad. Sobre las causas no se dice nada; corre más la industria que la ciencia porque si todavía no se conoce con alguna certeza cuál el origen del Alzheimer, ¿cómo disponemos ya de vacunas? Quizá resultemos víctimas de quienes buscan los remedios con tanta pasión que, aparentemente, al menos, ponen el carro delante de los bueyes.

De aquellas posibles causas del Alzheimer, a mí me impresiona la de ese hipotético gen desocupado y ladino que pasa su tiempo en nuestro interior sin hacer nada y sin que se le aprecie la menor intención subversiva, y cuando ya le considerábamos un pacifista se revela contra su gris existencia y harto de holgazanear y de que nadie le preste atención, se lo pone imposible a su indefenso portador y a la familia de este haciéndose notar y, de paso, haciéndonos la pascua. Pero, ¿no es eso lo que sucede también en nuestro vivir social?; ¿no es cierto que un inútil ayer puede convertirse hoy o mañana en un disgregador de lo que estaba unido y ello en tiempos de unidades crecientes?

En eso de las perturbaciones de salud individual o social tenemos mucho que aprender; si al peligroso gen del Alzheimer le procuráramos una ocupación apacible cómo la de esteticista, pongo por caso, capaz de embellecer a sus clientes poniéndolos más morenos o cosas así, cabe que acabásemos persuadiéndole de que le ofrecíamos un oficio más atractivo que ese siniestro de ir preparando sañudamente nuestra aniquilación. Pero ¿no será más complejo que lo del Alzheimer eso de persuadir a los disgregadores que aspiran a salvar su mundillo a costa si es preciso, del mundo entero? Ese gen de la dispersión nos invita a regresar de la comunidad a la tribu donde los hechiceros encuentran su sitio adecuado aunque anacrónico, si vemos el asunto algo panorámicamente, por ejemplo, desde Europa o España que no podrían ser ni Europas ni Españas.

Allá por los años sesenta del siglo XIX, se despertó entre los españoles el afán de tener una revolución como aquella de la que todavía hoy presumen los franceses. Pues bien, en España se pusieron a la tarea de "hacer la revolución" un grupo de generales que querían ser ministros y otro de políticos a los que no les hubiera importado poco haber sido generales. También había en la magna empresa republicanos, carlistas, federales y, claro, militares sin graduación que soñaban con tenerla. Aquello acabó relativamente pronto y no exageradamente mal, porque el entusiasmo de los seguidores de tan selectos patriotas y necios instituyentes no era precisamente indescriptible y abundaban más los conjurados que los cargos que se podían repartir y al mismo tiempo eran "demasiado pocos" para remover a los que los ocupaban. Ni siquiera la llamada "partida de la porra", encargada de convencer a los indecisos obligándoles a mudar de ideas con métodos contundentes, mostró la eficiencia requerida, y todo volvió en pocos años a la indiferencia que tantas veces caracteriza al noble pueblo español.

El acusado gen del Alzheimer sigue sin neutralizar y no puede descartarse que al final resulte inocente, pero es entendible que si no podemos controlar a los otros "genes", a los sociales que dependen de la voluntad del común y esta no garantiza la convivencia, las instituciones, ni sobre todo, la conciencia de que los otros somos también nosotros (principio de la democracia, en opinión del que suscribe), menos podremos asegurar el éxito frente a ese gen suicida e invisible, que llevamos dentro.