Ya sé que el otoño llegó hace más de un mes, pero como casi todas las cosas importantes, las estaciones no siguen un calendario sino que ocurren cuando ocurren.

Un día salí a la calle y los gestos habían cambiado, los hombres se subían el cuello de la chaqueta, las mujeres se ajustaban la bufanda y hundían la barbilla en ella para protegerse del aire o se ceñían el abrigo que por un instante, antes de volver a abrirse y revolotear a su alrededor, parecía un traje de noche, algunos iban con los hombros un poco encorvados como si se estuviesen preparando para luchar contra una ventisca. Las hojas de los árboles empezaban a caer. Solo sobrevivían del verano, por debajo de las faldas plisadas del uniforme, las rodillas tersas, morenas y puntiagudas de las niñas del colegio de al lado; viéndolas reír a gritos y darse empujones pensé que eran afortunadas, para ellas sería verano todo el año y todavía durante mucho tiempo.

También es otoño porque en algunas esquinas han aparecido las castañeras, hoy en día todo el mundo vende castañas, incluso los hombres, pero las castañeras de mi infancia o de mi imaginación iban vestidas con ropajes castaños, tenían el pelo gris, una verruga en la mejilla o un ligero estrabismo y daban un poco de miedo, parecían hadas disfrazadas de brujas, ahora son personas normales, más o menos amables (a veces todo se reduce a la amabilidad, esa inequívoca señal de civilización). Siempre compro castañas pero en realidad lo que deseo comprar son boniatos. Y es otoño porque el lunes se falló el Premio Herralde de novela, el cóctel literario más inteligente, sofisticado y glamuroso del año, y un premio que nunca está dado de antemano. Este año no pude asistir a causa de una insidiosa gripe que tiene a toda mi familia enclaustrada en casa desde hace días. Es otoño también porque de repente todo el mundo se pone enfermo, como si no pudiésemos soportar que el verano ha acabado, y dejar de jugar a fútbol en la calle a las nueve de la noche.

Y es otoño porque vemos el fútbol tapados con mantas, ya no es aquel despliegue de piernas y shorts y chanclas abandonadas a los pies del sofá, y si algún vecino grita «gol», ya no lo oímos porque las ventanas por la noche están cerradas a cal y canto.

Es otoño porque la mediocridad política sigue avanzando, inexorable. Porque la banca sigue ganando siempre. Y porque ayer, al pasar delante de una floristería, vi un árbol de Navidad y de repente me pareció que era imprescindible comprarlo porque si no llegaría y pasaría la Navidad y con ella la vida y todo lo demás. Me lo traen hoy.

*Escritora