Cuando casi nadie daba un euro por los nuestros, el Real Zaragoza escribió con letras de oro una de sus páginas más gloriosas. Lo hizo a costa del que dicen es el mejor equipo del mundo, el Real Madrid. Una constelación de publicitarios astros que sobre el pasto de Montjuïch acabó convertida en estrella enana, en agujero negro, en mero reflejo de las luminarias que anunciaban Pikolín y la Expo 2008, que ahora sale.

Hay que felicitar a Alfonso Soláns por haber aguantado el tirón y remozado un equipo que en la final fue eso, un once --y luego, un diez-- conjuntado y armónico, sin estridencias, individualidades ni excesos. Un bloque con un sólo corazón y un sólo cerebro.

El matemático orden de nuestros jugadores, su rigurosa disciplina, la inteligencia táctica que dio con la fórmula magistral para anular a Zidane, Raúl y Beckam correspondió, desde luego, a nuestro fortín defensivo y al formidable centro del campo, pero también a la pizarra de Víctor Muñoz, un míster que transmite confianza y tesón, energía, realismo, una positiva proximidad.

Muchos españoles que no habían apenas oído hablar de Milito, Movilla, Villa, Cani, Alvaro, Cuartero, o del resto de jugadores más o menos modestos que integran la plantilla de La Romareda debieron quedar simplemente maravillados al comprobar con qué desparpajo comenzaban tuteando al Real Madrid para, a medida que transcurrían los minutos y el plomo se acumulaba en las piernas de los galácticos , hacerse con el tiralíneas de los pases ligados, con el dominio del partido, con la visión de gol, y acabar humillando al, dicen, mejor equipo del planeta.

La primera parte de la prórroga, disputada bajo el dramatismo de un resultado incierto, comunicó, por su feroz intensidad, por la entrega absoluta de todos los jugadores, por lo cerca que estaba ya David de tumbar a Goliath, ese tipo de emociones que sólo se desprenden de las grandes gestas.

Prendidos de la pantalla de televisión, únicamente perturbada por los indocumentados comentarios del exmadridista Michel, experimentamos una mezcla de asombro, admiración y angustia ante la batalla que estábamos presenciando.

Los minutos finales, con Láinez parando lo imparable, con Roberto Carlos colgando pelotas de patio de colegio y con nuestros dos centrales, como una pareja de cíclopes, achicando balones del área, resultaron agónicos.

Entonces se pudo ver la cara más oscura de los galácticos , esas patadas de Zidane, ese Beckam exhausto, con la mirada vacía, o ese macarril Portillo exhibiendo sus tabernarios modales bajo su peinado de gran hermano . Frente a la histeria blanca, frente al pánico que se les había apoderado, el Real Zaragoza maniobró como un ejército perfectamente adiestrado, renunciando al patadón en pro de una ordenada contención y un contragolpe que mereció más frutos.

Toda una lección deportiva y psicológica cuya grandeza se había cimentado en el sacrificio, la humildad y el talento de los ciento veinte minutos mejor planteados desde la hazaña de París.

Gracias por hacernos sufrir y soñar.

Enhorabuena.

*Escritor y periodista