En 2016, Mariano Rajoy fue investido presidente del Gobierno con los votos del PP, Ciudadanos, CC, Foro Asturias, UPN, parte de la abstención socialista y el apoyo del PNV en la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado. Aznar deseó en su momento nombrar ministro de Asuntos Exteriores a Duran i Lleida, de Convergencia y Uniò. Pero ante las negociaciones abiertas con algunos de los once partidos minoritarios y/o nacionalistas que han obtenido representación en las pasadas elecciones se han encendido todas las alertas sobre el riesgo de desintegración de nuestro país.

El valor de la inclusión, no discutido en casi ningún orden social, ahora se destapa como un hándicap para la gobernabilidad. Intentar un movimiento centrífugo que concite la cooperación con partidos regionalistas y nacionalistas, sobre posiciones tan disparatadas para una democracia como el diálogo y la transacción, a algunos les parece la rendición a no sé que principios no recogidos en la Constitución.

Del mismo modo que la indignación del 15M pasó de la protesta en la calle a entrar en las instituciones y en la dinámica deliberativa, la inclusión de la política periférica es un freno a los intentos de unilateralidad y al sentimiento de incomprensión por parte de algunos territorios.

Hay una España real frente a la imaginada desde Madrid. No somos un país radial por mucho que las infraestructuras se empeñen en ello, somos un modelo en red, del que cada vez hay más ejemplos como el eje de las grandes ciudades, la red de áreas escasamente pobladas del sur de Europa o el Corredor Mediterráneo. La política nacional debe aplicar el principio de realidad, del que ya escapó la unilateralidad del independentismo creando una ficción sobre una Cataluña que no existe. Ahora la ficción de esa España única es el principal riesgo para avanzar en un proyecto realista de país.

Se crítica desde muchos sectores el riesgo que la formación del nuevo gobierno se entregue a un reparto de infraestructuras y no a políticas globales más ambiciosas. Parece que después de cuatro años de parálisis política e hiperinflación declarativa, estamos en la necesidad de la política pequeña, del paso a paso con firmeza, pero con cuidado. Los lamentos por lo que no pudo ser, solo añaden más frustración a la existente, y la nostalgia por los acuerdos bipartidistas de los años 80, solo nos abocan a la nostalgia. Somos otro país, más polarizado y más plural al mismo tiempo, necesitado de nuevas fórmulas.