Pensar sobre las ciudades nunca está de más, se hace habitualmente desde el ámbito de la sociología, del urbanismo o de otras disciplinas socio-económicas. La reflexión sobre la ciudad debiera ser, también, objeto esencial de preocupación de los políticos, desde la libertad de pensamiento, siguiendo así la clásica tradición municipalista española que, junto a la europea, tantos pensadores políticos, o políticos pensadores, forjó en el pasado: Castells, J.Borja, T.R.Villasante, H.Léfebvre, J. Levi, Sassen, Tonucci, Venuti..., en unas u otras latitudes.

Hoy la reflexión política sobre las ciudades no está en su mejor momento, al menos en España: o lo concreto no deja levantar la nariz del suelo o lo estratégico no deja de ser casi siempre una abstracción, esto es, sin la solidez intelectual lograda del dominio de lo presente. Y digo esto porque precisamente la Ley de Grandes Ciudades nos puede servir hoy para meditar, siquiera, sobre algún aspecto de las ciudades: nada menos que de su gobierno. Me detendré únicamente en un par de cuestiones.

La ley pretende, entre otras cosas, regular la gestión de los grandes municipios con dos objetivos básicos: En primer lugar, definiendo un órgano político nuevo que ejecute asuntos municipales según la voluntad del gobierno constituido (esa sería la Junta de Gobierno Local que se constituye como "órgano colegiado esencial de colaboración en la dirección política del Ayuntamiento". El otro objetivo es definir y garantizar el derecho de la oposición al control sobre el gobierno, a través del Pleno Municipal y de las comisiones municipales derivadas del mismo que pudieran crearse, además de extender ese control sobre el gobierno en forma de más amplias posibilidades de participación ciudadana y un mayor acercamiento de las decisiones a ámbitos territoriales más pequeños (distritos). Otro asunto, como el de la agilización de actividad municipal, del que también se ha hablado, es en mi opinión más dudoso, porque ello depende no tanto de las posibilidades de la ley sino de las reformas que puedan hacerse en la maquinaria municipal para unificar tramitaciones y optimizar recursos humanos.

La ley, a pesar de haber sido consensuada, pero acaso por haber concitado poco debate tanto político como ciudadano, adolece de otros apoyos legales que pudieran hacerla más acorde con sus teóricos objetivos: una ley de acompañamiento financiero para las grandes ciudades, y quizás una reforma de la ley electoral tendente a desbloquear las listas para hacer más protagonistas a los ciudadanos de la elección de los cargos municipales; o incluso, una ley electoral, que para hacer de los distritos verdaderos pequeños ayuntamientos, contemplase también la posibilidad de elección con carácter de distrito al menos de una parte de los cargos electos. Pero esas son otras cuestiones. Además de todo ello, la propia ley tiene sus luces y sombras. Veamos algunas de ellas:

ANTE TODO, se debe afirmar que ninguna ley por sí misma garantiza la calidad o eficacia de los gobiernos. En el caso que nos ocupa, abrir la posibilidad a gobiernos híbridos de cargos públicos electos y de libre designación en el mismo órgano ejecutivo, introduce una novedad de difícil valoración a priori. ¿Habrá responsables políticos de dos categorías, o de tres incluso? ¿Habrá responsables políticos que darán la cara ante los ciudadanos y otros que tomando también decisiones no lo harán? ¿Será la Junta de Gobierno quien tome las decisiones colegiadas y solamente algunos concejales quienes las apliquen, o, por decirlo de otra forma, como se combinará la faceta política y de gestión que se supone debe acompañar a todos los cargos públicos locales? Me hago estas preguntas ya que la ley no resuelve lo que no puede resolver, porque hay una característica que diferencia al parlamentarismo del municipalismo (tanto viejo como nuevo) y es su propia esencia distinta: el parlamentarismo tiene como objeto legislar y el municipalismo gestionar la realidad cotidiana de las ciudades y, si se sabe y se quiere, elaborar permanentemente el desarrollo estratégico de las mismas.

En todo caso, para el buen gobierno de las ciudades debe evitarse que nadie tome decisiones, individuales o colectivas, desde la sombra: los ciudadanos tienen derecho siempre, pero sobre todo ante sus administraciones más cercanas, a pedir responsabilidades a todos y cada uno de quienes deciden sobre la ciudad, y, además, a cada cual según su responsabilidad directa. Veremos cómo con la nueva ley nos acomodamos a ello.

En cuanto a la polémica sobre si la oposición debe estar o no en el nuevo órgano de dirección política municipal, la Junta de Gobierno Local, mi opinión es que no: la dirección política está bien que se reserva a los gobiernos. Otra cuestión, y no baladí, es, sin duda, el derecho a que la oposición tenga el máximo de transparencia e información para poder realizar lo mejor posible su labor de control. Además de los Plenos municipales, como marca la ley, y de sus comisiones, la oposición debe contar, a tiempo y por medios claros, con todo tipo de información. Estamos hablando del funcionamiento diario de las ciudades. Es bueno que la oposición tenga la información antes de la toma de decisiones, del mismo modo (y con más razón) que cuando defendemos que para una buena participación ciudadana es preciso que los ciudadanos conozcan los asuntos, al menos los de cierta envergadura, antes de que la corporación decida sobre ellos. Para los gobiernos debe ser un acicate la buena labor de control de la oposición, como debe serlo facilitar una real participación ciudadana. Ese es otro reto en la aplicación de la ley: garantizar las labores de oposición sin que ello reste ni derecho ni eficacia a las decisiones que las mayorías de gobierno tienen obligación de adoptar.

*Concejal socialista en el Ayuntamiento de Zaragoza