Habrán visto las imágenes de la sangrienta refriega de Pablo Iglesias contra María Jesús Montero en un salón del Congreso, y habrán coincidido con Cuca Gamarra en que este Gobierno es una ruina. En efecto, la portavoz del PP fue nombrada tras el pacífico defenestramiento de la gentil Cayetana Álvarez de Toledo , que se despidió del cargo con una rueda de prensa en plena calle en la que amistosamente adjudicó todas las cobardías imaginables a la cúpula de los populares, acusada con toda amabilidad de cercenar la libertad de expresión.

La estampa de Iglesias discutiendo contra la otra Montero merece la dimisión, y tal vez la cárcel, del Gobierno en pleno. Cómo no estallar en ira al comparar estas querellas intestinas con la atmósfera bucólica que reinaba entre Soraya Sáenz de Santamaría y Dolores de Cospedal , tan compenetradas que ni siquiera necesitaban saludarse, además de que se comunicaban a través del pequeño Nicolás y del comisario Villarejo . Y en un artículo con pretensiones de transversalidad, no puede omitirse la armonía reinante en los Gobiernos del presidente González y el vicepresidente Guerra , que se amaban a muerte y estuvieron a punto de demostrarlo.

Iglesias disputando con Montero avergüenza a un país al completo pero, aunque ya nada importe porque no recordamos cómo era la vida antes del coronavirus, hemos de resignarnos a que no volverán los tiempos de gobiernos tan sólidos que Ana Botella de Aznar desterraba a Francisco Álvarez Cascos de La Moncloa por osar divorciarse. Aquello era un país boyante, con Rodrigo Rato timoneando la economía al grito de «los pisos son caros porque alguien los compra».

España se ha de conformar ahora con un Ejecutivo parcheado, que dura un año más de lo pronosticado y sobre todo deseado. Suerte que la crítica dispone de un argumento infalible. En caso de duda, aporrear a Podemos.