El Gobierno de Aragón ha disfrutado de cinco años de calma y bonanza. Debido a que la sociedad aragonesa estaba inmersa en la reivindicación antitrasvase, a la que don Marcelino, don José Angel y sus consejeros se subieron como redentora tabla de salvación, otros problemas de Aragón habían quedado relegados a segundo plano; pero ahora, cuando el fantasma del trasvase parece, al menos por algún tiempo, desterrado, han comenzado a aflorar con toda su crudeza. A la vista del trabajo realizado por las diversas consejerías, da la impresión de que este gobierno carece de coordinación y de objetivos comunes. Una prueba concluyente de ello ha sido el cese (disfrazado de cambio de destino) de la consejera de Ciencia, Tecnología e Investigación y su sustitución por el laborioso y eficaz Alberto Larraz, que con su traslado de consejería se ha librado de las reivindicaciones de algunos médicos, o la clamorosa carencia de rasmia de la consejería de Obras Públicas. En cuanto a los del PAR, se contentan con conservar su particular oficina de empleo para militantes obedientes, que para sí quisieran los de la CHA. Prisionero de pactos y de obsesiones, el presidente de la DGA sigue capeando con desgana las crisis que de tiempo en tiempo sacuden al atribulado Ejecutivo, que continúa sin definir objetivos esperanzadores para esta tierra. En su día, la política aragonesa optó por apoyarse en fidelidades familiares y territoriales en lugar de en eficacia y competencia. Y así van pasando los años y los gobiernos. Y la esperanza.

*Profesor de Universidad y escritor