Iris se levanta con desgana y resaca. Es marzo y en Zaragoza hace un día soleado y amable, pero ella está cansada de la amabilidad. Está harta de la educación disimulada y hasta el coño de las mascarillas y de que su madre le diga una y otra vez que se ha vuelto oscura y que ya no puede recordar quién era antes y a Iris le gustaría explicarle que ya no siente lo mismo que hace un año, porque si sintiera lo mismo solo estaría recordando algo que pasó y ya no existe, y quiere que entienda que lo que recuerda de Iris ya no es Iris y si la nueva Iris no le gusta es normal, porque tampoco se gusta a sí misma y por eso anda desconcertada, perdida y arañándose las muñecas cuando todo cansa y no hay ninguna salida, ni siquiera de emergencia.

Iris hoy se ha puesto en modo de absoluta oscuridad: chupa negra, camiseta negra, falda corta y malla negra, botas negras, ojos y pelo negro, mascarilla y sonrisa negra. Iris no queda con amigos, es una nueva moda, lleva alcohol y pastillas, paracetamoles, en la mochila y cuando llega a la plaza se junta con gente, tan oscura como ella, y beben y hablan poco y ese día Iris, que tiene 15 años, se acerca hasta una muchacha de su edad y le pregunta qué si quiere viajar con ella en una buena dosis de paracetamoles, ahora que ya llevan suficiente alcohol. La otra niña, de 14 años y de la que Iris ignora el nombre, le dice que sí y proceden a engullir en silencio y con un ritual desgarrador un paracetamol tras otro hasta que caen hundidas, sin sensación ni recuerdo que valga.

Iris despierta en el hospital y ve que la otra niña no está, piensa que quizá haya muerto y piensa que eso sería estupendo; luego escucha que al ser menor de 15 la han ingresado en el Infantil. Iris no llora, no siente, tampoco siente la sonda que le han introducido para hacerle un lavado de estómago que le resulta agotador. Entonces la ve, tras su mascarilla, y el tono infantil de los días felices se instala en su recuerdo. “Yo te conozco”, le dice Iris a una de las enfermeras: “Tus papás tenían la mejor tienda de golosinas del barrio”. La enferma la mira y de los ojos le salta una lágrima y exclama: “Iris, ¿qué te has hecho?” Iris llora y cierra los ojos y no habla y alguien le dice a la enfermera que no atienda a esa niña, que ya todo es demasiado doloroso.

Lara, que es como se llama la enfermera, acepta; sabe que es mejor no estar con Iris para que no sufra inútilmente con el recuerdo de los días amables. Sale a la calle y compra el mejor paquete de golosinas que encuentra y vuelve al hospital, al lugar donde está Iris, que descansa, y deposita ese paquete en la mesilla junto a una nota que dice: “Golosinas o el fracaso”.

Quien cree sentir lo mismo que hace un año, no está sintiendo, solo recuerda algo que pasó y ya no existe. Anotación para mí.

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