Al alba del uno de mayo de 1808 la sierra de Albarracín había ya coreado sus mayestáticos mayos por los pueblos serranos en honor a las mozas en edad de casar. Una tradicional estampa aragonesa ligada a la trashumancia, que cual reja de arado, hunde sus raíces en los albores agro pastoriles de la Humanidad.

Mas a pesar de tan bellas cantigas de amor, 1808 habría de ser un año infausto en la Historia de España. Todo había comenzado cuando en el mes de marzo, treinta mil soldados del emperador francés Napoleón, comandados por el general Murat, se habían estacionado a las afueras de Madrid, provocando que a cuatro días del abril cumplido, el rey Fernando VII saliera hacia la ciudad francesa de Bayona en donde haría capitulación de la Corona de España en favor de José I, hermano de Napoleón. Monarca al que (en sus poco más de cuatro años de reinado -hasta el 11 de diciembre de 1813-) los españoles siempre consideraron un plepa, porque “il ne les plaisait pas”.

Y la principal razón fue que el cambio de trono, lejos de ser deseado y pacífico había sido terroríficamente impuesto, a sangre y fuego, por el emperador de los franceses. Así, cuando el dos de mayo el pueblo de Madrid se sublevó contra la guardia mameluca del general Murat (cuya mejor crónica la firmó Goya en su pintura “El dos de mayo” -se dice que utilizando incluso una cuchara a modo de pincel-) el oficial imperial reaccionó con insuperable inhumanidad, ordenando el fusilamiento de centenares de personas al anochecer de ese mismo día y durante la madrugada del siguiente 3 de mayo.

Goya, una vez más, como si después de haber estado en el Huerto de los Olivos hubiera subido al Calvario, volvió a ser testigo de los desastres de la guerra, contemplando horrorizado la inmisericorde ejecución de aquellos patriotas españoles en un improvisado paredón de fusilamiento próximo a la madrileña montaña de Príncipe Pío. Y se dice que, impresionado por las aterrorizadas expresiones de quienes estaban a punto de morir atraillados, sin juicio ni defensa, Goya huyó de la escena; y que al llegar junto a un arroyo se desató el pañuelo que llevaba anudado en el cuello y lo empapó en el agua. A continuación lo frotó junto a un muro, cual fotógrafo que revela los negativos de su cámara para obtener las imágenes que contienen, sirviendo aquellos húmedos trazos en la pared, de esbozos para su impactante pintura: “Los fusilamientos del 3 de mayo”.

Este cuadro, verdadera fotografía de guerra, no puede ser más impactante: la luz de una linterna, que está sobre el suelo, a los pies de los soldados que apuntan con sus fusiles a los condenados, es el preludio de la oscuridad de la muerte. En tierra yacen varios cadáveres, destacando de entre los que esperan la descarga, un hombre con camisa blanca y los brazos en cruz, mirando aterrado, pero de frente, a las bayonetas y bocas de fusil que lo apuntan, aguardando con heroísmo el mortífero plomo. Figura que Goya repetirá en su pintura de 1819 “La oración de Jesús en el Huerto de los Olivos”, en la que Cristo aparece orante, en túnica blanca, arrodillado, con los brazos abiertos, y cara de espasmo, en un gesto destacado de dramatismo, ante la inminencia de la muerte. Goya lo vio y lo supo interpretar; el artista aragonés tuvo la sensibilidad descriptiva del fotorreportero, captando no solo la imagen sino también el horror que se oculta detrás de la escena. Un silencioso grito de Munch que ensordece y enclaustra el espíritu entre las turbias pinceladas de las pinturas negras de la Quinta del Sordo.

Ya en 1867 y aunque ni mucho menos acalladas las tribulaciones patrias, surgió la “Congregación Humanitaria de la Santa Cruz y Víctimas del Dos de Mayo de 1808”, cuyo nombre pretendía perpetuar la memoria de los que heroicamente sucumbieron en Madrid en aquella fecha. Dos años después, en 1869, al integrarse en la sección española de la Cruz Roja, la Congregación se convirtió en la primera entidad española que se adhirió a la institución humanitaria internacional fundada en 1863 por el suizo Henry Dunant.

A la luz de los actuales acontecimientos provocados por la pandemia mundial, parece como si la Humanidad estuviera predestinada a vivir eternos ciclos de letal virulencia, unas veces por nosotros mismos provocados -caso de las guerras- y otras, desencadenados por la propia naturaleza de la Tierra. Somos seres perecederos, frágiles, débiles y extremadamente interdependientes. Pero nuestra soberbia nos impide ver con demasiada frecuencia la Verdad. Goya lo vio.

*Historiador y periodista