No sé si ustedes, amables lectores, vieron las imágenes que las televisiones emitieron el fin de semana de la cena que el presidente estadounidense George Bush ofreció a los corresponsales extranjeros en Washington. En el momento de dirigirse a los comensales desde la tribuna, este esperpéntico personaje comenzó a hacer chistes soeces y burdos sobre la no aparición de las tan manidas armas de destrucción masiva, en tanto bromeaba con cara de guasa sobre si estaban bajo la mesa del despacho oval, debajo de las alfombras de la Casa Blanca o detrás del estrado desde el que hablaba; y todo esto ocurría mientras en las pantallas gigantes de vídeo se mostraban unas fotografías con el individuo de marras levantando una de las alfombras o mirando debajo de esa misma mesa. Con miles de muertos a causa de su decisión de invadir Irak, con un mundo mucho más inseguro e insolidario, con una comunidad internacional fragmentada y enfrentada, con la legalidad internacional violada, con el terrorismo más activo y criminal que nunca, con menos libertad y más miedo, el presidente Bush deja bien patente con sus gestos y con sus actos que conviene alejarse cuanto se pueda de semejante tipo. Pero, conociendo la indecencia del personaje, lo más triste de este episodio es que la mayoría de los allí convocados le reían las gracias y, que se sepa, nadie tuvo la valentía moral de levantarse y marcharse indignado. He titulado este artículo como El gracioso Bush , pero debería haberlo hecho con otro apelativo: el de canalla.

*Profesor de Universidad y escritor