Una declaración de guerra ideológica. Más allá de los asuntos puramente brasileños, el discurso de toma de posesión del nuevo presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, fue un perfecto resumen del fenomenal reto político que plantea el resurgir de la ultraderecha no solo en Brasil, sino en todo el mundo. Encabezados y siguiendo la senda de Donald Trump, Bolsonaro y otros líderes de extrema derecha que ya tienen responsabilidad de Gobierno en Europa (Viktor Orbán, Matteo Salvini...) suponen para las democracias liberales una amenaza para derechos y libertades que hasta hace poco se consideraban como sólidos y asentados, sin marcha atrás.

Pero, por desgracia, sí puede haber marcha atrás. De hecho, uno de los puntos en común que tienen los movimientos de ultraderecha en América y Europa es su voluntad reaccionaria, de deshacer las medidas que durante años han construido el Estado de derecho y social. Es una ofensiva en toda regla en todos los frentes: el económico (un neoliberalismo sin cortapisas), el social (la educación y la sanidad pública en el punto de mira); el de los derechos y la igualdad (contra el feminismo, los movimientos LGTBI...), el científico (el negacionismo del cambio climático...).

Cuando Bolsonaro habla de acabar con lo que califica de «ideología de género», los movimientos de extrema derecha de otros países podrían rubricar sin problemas sus palabras. No se trata de fenómenos aislados, locales, sino de un movimiento global.

De la misma forma el nacionalismo --excluyente, supremacista y racista-- del que hace gala Bolsonaro es el mismo que sustenta y da oxígeno a los otros partidos y líderes de ultraderecha. Su proyecto de crear sociedades fuertes, basadas en valores conservadores vinculados a la tradición cristiana, libres de la rémora de la corrupción de la política, los políticos y la ideología y dirigidas por hombres fuertes, esconde un proyecto que es eminentemente ideológico: excluyente, desigual, descarnado e injusto.

La ultraderecha, a lomos de un populismo que bebe de los excesos que ha generado la globalización, plantea a las sociedades libres una batalla ideológica en la que están en juego no solo principios, sino también el bienestar. Porque una sociedad desigual no solo no es justa, sino que deja en la cuneta a gran parte de su población.