Mientras en España los candidatos a las elecciones digerían los efectos de su sesión doble en televisión, al otro lado de los Pirineos el presidente francés, Emmanuel Macron, presentaba el pasado jueves ante una sala repleta de periodistas las conclusiones del Gran Debate, una especie de ensayo de la democracia deliberativa que se ha venido desarrollando a instancias suyas en todo el territorio galo desde diciembre de 2018. En todos sitios cuecen habas, y en el país vecino el malestar surgido tras el crac del 2008 ha acabado manifestándose en forma de unas revueltas furiosas que recogen el espíritu levantisco de sus ciudadanos, mostrado desde tiempos remotos en las jacqueries campesinas. Esta rebelión surgida de las redes sociales ha conseguido articular un hartazgo difuso en torno a cosas tan diferentes como la imposición ecológica sobre los carburantes, la reducción de la velocidad permitida en las carreteras secundarias de 90 a 80 kilómetros por hora -con el consiguiente aumento de sanciones--, la falta de participación en los procesos democráticos o la desigualdad entre el mundo rural y las grandes urbes (con París como madrastra). Como en otros países occidentales, una parte de los franceses vive hoy peor que antes de la crisis y las expectativas de futuro para ellos y sus descendientes no son nada halagüeñas.

Frente a este enorme desafío, la respuesta que ofreció Macron a sus conciudadanos después de más de tres meses de asambleas locales parece haber decepcionado a todo el mundo. Más de dos horas de rueda de prensa para anunciar que las reformas emprendidas tienen que seguir adelante, para reafirmar la vigencia de la democracia representativa y la autoridad de los electos frente a las demandas de democracia directa representadas por el Referéndum de Iniciativa Ciudadana (RIC), para decir que el mérito y el trabajo deben ser las bases que garantizarán la prosperidad de un futuro que se presenta incierto y para anunciar que no va a haber marcha atrás en las bajadas de impuestos a las grandes fortunas con las que favorecer la inversión en una economía productiva (sic). Efectivamente, estas declaraciones de principios no son precisamente lo que esperaban los miles de enragés que se citan cada sábado desde hace 23 semanas por todo el país. Más aún: Macron no dudó en ahondar en temas sensibles como la reforma de la Administración Pública y el estatus de los funcionarios (aseguró que la garantía de un puesto de por vida ha dejado de ser útil a la sociedad), la defensa de las fronteras de una Europa que muestra claras disfunciones en la aplicación del espacio Schengen o el combate contra quienes atacan la laicidad de la República, en clara referencia a las alternativas comunitaristas de corte islamista que florecen en las barriadas periféricas de las ciudades galas. ¿Y a cambio de tanto sacrificio, qué? A dura penas, la promesa vaga de poner a las personas en el centro, de recuperar el «arte de ser francés» (¿?) o de garantizar que no se cerrarán más escuelas o centros sanitarios sin consultar con los alcaldes.

Con sus particularidades, en el hexágono hacen frente hoy a problemas que en España fueron anticipados por el 15-M, tras una pérdida más temprana en el nivel de vida de las clases medias y populares que dejó entrever averías graves en el funcionamiento del ascensor social y el Estado del Bienestar. (Otros problemas, como el de la España vaciada, están siendo puestos hoy sobre el tapete). Sin embargo, las respuestas de nuestros políticos han sido muy diferentes. Mientras en el país vecino el hundimiento de los partidos tradicionales ha dado paso a una opción de corte gaulista que ha apostado por las reformas y que ha abierto un debate nacional, en nuestro país los partidos han ahondado en sus diferencias, dibujando una política de bloques que amenaza con dificultar aún más la gobernabilidad, haciéndola descansar sobre los más radicales. El escepticismo que ha provocado el intento de intermediación de Macron es quizá el precio a pagar por los responsables públicos en un momento en el que se buscan y se publicitan soluciones fáciles. Sin embargo, el malestar del presente solo remitirá después de abordar las cuestiones de fondo, algo que en España se antoja cada día más complicado.

*Periodista