L lamaron técnica los griegos a saber hacer cualquier cosa: unos zapatos, una guerra o un discurso para ganar en el ágora al adversario. Lo que importaba a los sofistas, que inventaron la retórica, era precisamente ganar en público y ganarse al público: cautivarlo y arrastrar a todos sin tener que convencer a nadie siendo esto un asunto personal donde los haya: nadie se convence en cabeza ajena y se piensa solo con la propia. Además de la retórica se cultivaron en Atenas otras técnicas de las que proceden en buena parte lo que llamamos ciencias en sentido estricto.

Aristóteles distinguió entre teoría y praxis, abarcando esta la actividad humana en general: la técnica, y la ética como saber hacer la vida y vivir como se debe. Pero antes fue Sócrates el que hizo de la filosofía una forma de vida y de la ética una sabiduría. En vez de hacer discursos y de enseñar a hacerlos para hacer carrera en la recién nacida democracia ateniense, se apartó de tal negocio y eligió hacer su vida pensando y hablando con todos sin cobrar a nadie. Su vida fue su obra y su legado, su gracia y su carisma que buena falta nos hace. Su método, el diálogo. No escribió una línea. Sobre él se han escrito muchas. R. Guardini concluye su libro La muerte de Sócrates con estas palabras: «El destino de Sócrates es uno de los temas esenciales de la historia intelectual de Occidente. Sean cuales sean los caminos que haya seguido la reflexión filosófica desde el año 399 antes de Cristo, todos nos remiten a Sócrates, la enigmática figura que impresionó tan profundamente a los que le conocieron. (...) En su destino, tan ligado a una situación determinada y a su idiosincrasia personal, hay un poder de ejemplaridad que difícilmente tiene otra figura histórica».

Y todos los que han oído hablar de Sócrates recordarán al menos lo que dijo según nos cuenta Platón en el Gorgojas: que «es peor cometer una injusticia que padecerla».

La retórica se ha transformado con el tiempo en simple publicidad. Lo que fue primero una técnica para persuadir, predicar después y adoctrinar -propaganda de la fe o de una ideología- ha pasado a ser burdo reclamo para vender cualquier producto. Pero en una sociedad de mercado sin fronteras, no solo se producen satisfacciones que matan sino necesidades que también. Cuando estas se necesitan y se producen para que aumente la demanda con el consumo, la economía se desarrolla en general a costas de una humanidad que se degrada. Si no hay verdades con sustancia o personas que las sostengan y se sustenten con ellas; cuando se cree para no pensar y se piensa solo para no creer; cuando la libertad es el capricho y los hombres no se entienden hablando; cuando los pastores van a lo suyo y las cabras también: al pienso, para dejarse llevar como ovejas al matadero; cuando unos se pasan de listos y otros de listillos..., lo que hay en abundancia son adictos que necesitan aliviarse de su dependencia crónica sustituyendo una droga por otra y agravando así la enfermedad al aumentar el consumo.

Uno piensa sin embargo que somos libres al menos para pensar, y está convencido que un ciudadano que no piensa es una carga soberana que ni ayuda a curar a otros ni se cura. Si está bien o así lo cree, el demente calla. Y si está mal o le duele algo, grita. El alboroto de los individuos que no piensan cuando están bien y apenas están mal se quejan, ensordece. Esta locura, que tanto da que pensar, es para los técnicos que hacen política con palabras, para los «representantes» comerciales de tal negocio, solo una ocasión para aprovechar el estado de malestar llevando el agua de la indignación a su molino.

El consumismo es una epidemia a la que estamos expuestos, cuyo síntoma y prototipo es la drogodependencia. La autarquía o domino sobre sí mismo, la autonomía y autogobierno de la propia vida solo es posible si se vive a ciencia y conciencia con todo el alma, la mente o como se llame esa energía interior sin la que nos sentimos vacíos y con un hambre insaciable que aumenta sin cesar al consumir cualquier cosa que nos ofrezcan desde fuera: «jabón, coches, ropa, tabaco, alcohol, etc...Gran parte de nuestra economía depende del consumo. De ahí que muchas sustancias tóxicas estén bien vistas por la sociedad y su venta permitida, más aún siendo productores» (F. Forcadell, Adicción. La gran epidemia, Barcelona 2002, p. 14).

Una persona sin sustancia, un desustanciado que vive a tontas y a locas, es víctima propicia de esta gran epidemia que nos mata. Es un adicto. H *Filósofo