Recientemente ha fallecido Ruth Bader Ginsburg. En los ambientes progresistas y en círculos de juristas de los EEUU se llora su pérdida y se hacen elogios a la labor que ha desarrollado en el Tribunal Supremo. Algunos ciudadanos no norteamericanos se sorprenden de lo que están conociendo en torno a ella y al órgano en el que trabajaba.

La Constitución vigente en los EEUU entró en vigor el 1 de enero de 1789 y de entonces acá se le han introducido 27 modificaciones, allí llamadas enmiendas. A pesar de esos cambios sigue siendo un texto anticuado y que cualquier jurista podría calificar de obsoleto. Quienes la debatieron y redactaron, en los tres últimos meses de 1787 fueron personas de la talla de George Washington, Thomas Jefferson, Benjamin Franklin o James Madison, por citar solo a cuatro de los más conocidos, pero lo que entonces era un texto muy avanzado hoy no lo es.

El poder judicial que se regula en dicha Constitución no tiene casi nada que ver con el español. Allí no hay una carrera judicial ni una Fiscalía integrada por ciudadanos que han ganado su plaza por oposición tras una dura pugna demostrando profundos conocimientos de Derecho. Tampoco disponen de un Tribunal Constitucional (inexistente en el mundo en aquellos años) como los que sí hay en la mayoría de los países que no siguen la tradición del Commow Law. Por eso el TS de los EEUU desempeña dos funciones diferentes, la propia del más alto tribunal de Justicia y la del TC en países como España.

Toda Constitución es hija de su tiempo. Las condiciones en las que se redacta marcan una impronta clave en su contenido, por lo que puede ser interesante hacer un breve recordatorio de como se elaboró la norteamericana. El dinero, siempre el maldito parné, está en el origen de la independencia de los colonos ingleses que vivían en 13 colonias (Carolina del Norte, Carolina del Sur, Virginia, Georgia, New York, New Jersey, New Hampshire, Massachusetts, Rhode Island Connecticut, Delaware, Maryland y Pensilvania) en la costa este de América del Norte. Un enfrentamiento, sumado a otros anteriores, por unos impuestos que ellos consideraron abusivos, llevaron a los líderes de esas colonias a plantear su ruptura con Inglaterra. La famosa película Nacido el 4 de julio quiso dejar en nuestro recuerdo esa fecha, del año de 1776. Tras la guerra de independencia, concluida formalmente por el Tratado de París del 3 de septiembre de 1783, un nuevo país comenzó a dar sus primeros pasos y la redacción de una Constitución era el primero de ellos. Para entender cómo definieron los poderes del presidente o la configuración del poder judicial tenemos que fijarnos en una idea: la guerra. En la guerra el general en jefe es decisivo y la figura de una única persona

como el conductor hacia la victoria queda grabada en el imaginario de los ciudadanos. Por eso el presidente es tan importante. Algo similar ocurre con el poder judicial, concebido como el gran árbitro, y que se configura como un órgano reducido (sin fijar su número, no será hasta 1869, por ley, no por reforma constitucional, cuando quede en 9 magistrados). Y se les da una enorme fuerza: su nombramiento es vitalicio, de por vida, solo excepcionalmente y por un procedimiento muy complicado se les puede apartar del cargo.

Además de esa concepción, de órgano fuerte, fue la personalidad de algunos de sus primeros presidentes la que terminó por configurar lo que hoy es ese TS. Y es imprescindible que cite a John Marshall que a principios del XIX permaneció más de treinta años en esa presidencia y siendo ponente de algunas de las sentencias más conocidas (la de Marbury contra Madison es, posiblemente, la más famosa).

Ruth Bader ha sido considerada una jueza progresista, feminista es el calificativo que más se le atribuye. Y en nuestro entorno sorprende que se ponga el acento de forma tan acusada en ese progresismo o conservadurismo de cada juez que accede a ese TS, pero hay una clara explicación. Lo primero que hay que decir es que quien propone es el presidente (insisto: diseñado como poder muy fuerte) y el Senado quien debe confirmar el nombramiento. Lo habitual es que cada presidente elija a jueces de su inclinación ideológica. Pero hay otra razón, muy poderosa. Se trata de las sentencias que deben decidir si alguna ley es acorde o no con la Constitución. En 1789 nadie pensaba en el aborto, por lo que su regulación no aparece en ese texto. Cuando ahora hay que decidir sobre ese asunto la capacidad de interpretación de los nueve magistrados es enorme y, en consecuencia, su inclinación ideológica pesa mucho.

Si comparamos a quien la va a relevar, Amy Coney Barret, con su antecesora, debemos fijarnos en estos detalles. Su edad, 48 años, lo que nos puede llevar a pensar (siempre en clave de especulación, claro) que estará unos 30 años en el TS. Y sus ideas, ampliamente expresadas, de un conservadurismo extremo.