Se nos ha ido un gran tipo. Y antes de hora. ¡Qué putada!, habría dicho él. Era la persona más rápida e inteligente de las que he conocido. Lleno de ideas, de proyectos, de planes. Movilizaba a todo dios, lo mismo para firmar un manifiesto en pro de la cultura que para pedir la dimisión de un político inepto. En su etapa de televisión se inventó un programa de entrevistas en un escenario de ring de boxeo; y puedo asegurar que no todos aceptaban la invitación, porque Joaquín disparaba a dar. Conocía la naturaleza humana, sus grandezas y debilidades. Poseía un gran talento para saber cuál era el escenario adecuado, tanto para publicar un libro, como para hacer sus célebres entrevistas en la redacción con el invitado apoyado en la esquina de su mesa, y darle a enviar en cuanto la leía en voz alta. Rápido, agudo, astuto, con una sinceridad a bocajarro cuando le daba la gana practicarla, sin importarle quién tenía delante. También divertido e irónico (cualidad de la inteligencia), lleno de anécdotas que le gustaba contar porque su vida daba para mucho. Yo alguna vez le llamaba y le pedía consejo; enseguida me sacaba de dudas con una claridad de ideas envidiable.

Era el somarda perfecto. No se daba importancia pero se sabía importante. Seguro de si mismo y mandón, como deben ser los grandes que saben lo que hacen. En los escenarios era el contrapunto necesario entre Labordeta y Paz. Y tenía una voz preciosa dentro y fuera de los conciertos. Una voz joven, acogedora y alegre siempre, cuando hablabas con él por teléfono. Porque Joaquín era joven en su apariencia y en su espíritu audaz y valiente. Menos mal que los premios y los honores los tuvo en vida y los gozó plenamente. Como en su último gran concierto en el Teatro Principal donde se entregó al público en una comunión apoteósica.