Los grandes planes urbanísticos están tan llenos de virtudes como de jugosas expectativas. No sólo promueven el embellecimiento del entorno urbano, transformado y ennoblecido por obra y gracia de los tableros de los arquitectos. También contribuyen a la riqueza de las arcas municipales que, mediante estas importantes operaciones de transformación, pueden afrontar el coste de la reparación de los muchos costurones y achaques que, al correr de los años, va acumulando una ciudad bimilenaria.

¿Sucede eso con Plan Romareda? No parece que la construcción de un nuevo estadio de fútbol unos metros más allá sea crítica para el futuro de Zaragoza. El interés del consistorio parece estar en el beneficio económico que le reportará la recalificación de 40.000 metros cuadrados de suelo para distintos usos, una nueva área peatonal y la erección de dos torres --a las que difícilmente, por cierto, llegarán las escaleras de los bomberos. Una forma, vamos, de hacer de la necesidad virtud.

Las arcas municipales están crónicamente vacías, es sabido. También que un ayuntamiento moderno es un gran prestador de servicios imprescindibles que tienen, ay, un coste creciente. No es mala política, en principio, usar la venta del patrimonio común para obtener una redistribución de la riqueza y el bienestar. Grandes esperanzas que esperamos ver cumplidas con una administración modélica de los recursos --que no siempre fue la norma--, una gestión impecable y un coste lógicamente contenido.

*Periodista