Uno de los políticos más destacados en la Historia de España, fue Manuel Azaña. Además de un extraordinario parlamentario. Sus discursos son de calado político. Leyéndolos y estando o no de acuerdo con sus ideas, en un punto nos cautiva: en la sugestión estética de su lenguaje. Es un orador que habla como si estuviera escribiendo. Pocos políticos han reunido a casi medio millón de personas para oírle. Destacan los pronunciados en las Cortes: el 13 de octubre de 1931 de Política religiosa; el 2 de diciembre de 1931 de Política Militar; el 27 de mayo de 1932 sobre El Estatuto de Cataluña; y el 18 de julio de 1938, en el Ayuntamiento de Barcelona, Paz, Piedad y Perdón. Hay otro, poco conocido, de 21 de abril de 1934 en la Sociedad del Sitio de Bilbao, Grandezas y miserias de la política, en el que obsequia unas hondas reflexiones como hombre político, tal como le vienen a la mente.

Considera la política como la aplicación más completa de las capacidades del espíritu, donde juegan más las dotes del ser humano, tanto del entendimiento como del carácter. La política, como el arte, como el amor, no es una profesión, es una facultad, que no tiene nada que ver con la elocuencia. La facultad política se tiene o no se tiene, y el que no la tenga, inútil será que se disfrace con todos los afeites exteriores del hombre político, y el que la tiene, tarde o temprano es prisionero de ella. Un hombre político tiene que sentir emoción delante de la materia política. La emoción política es el signo de la vocación y la vocación es el signo de la aptitud.

Los móviles que llevan a los hombres a la política pueden ser: el deseo de medrar, el instinto adquisitivo, el gusto de lucirse, el afán de mando, la necesidad de vivir como se pueda y hasta un cierto donjuanismo. Mas, no son los auténticos de la verdadera emoción política. Los auténticos son la percepción de la continuidad histórica, de la duración; es la observación directa y personal del ambiente que nos circunda; observación respaldada por el sentimiento de justicia, que es el gran motor de todas las innovaciones de las sociedades humanas. De la combinación de los tres elementos sale determinado el ser de un político. He aquí la emoción política. Con ella, el ánimo del político se enardece como el de un artista al contemplar una obra bella, y dice: vamos a dirigirnos a esta obra, a mejorar esto, a elevar a este pueblo, y si es posible a engrandecerlo.

El problema de la política es el acertar a designar los más aptos y los más dignos. Se fracasaba en los regímenes cuando el que elegía era la voluntad de un príncipe, su querida, o su barbero. La democracia es quizá y en teoría el mejor sistema para elegir a los más dignos. Aunque nunca es perfecta esta elección.

La profesión política es tarea sublime, pero tiene sus servidumbres. Un político sufre en su actuación, una mengua de su personalidad moral, y, en cierto modo una pérdida de su libertad. Esta circunstancia se da igual entre sus congéneres que entre los que no lo son. Delante o en pugna con sus congéneres políticos, si le son adversos está aminorado y un poco esclavizado: o por la emulación que es en su origen legítima, pero perversa en sus modos; o por la aversión, porque se traslada al orden personal la inconciliable hostilidad de las tesis políticas; o por ser un estorbo, porque lo primero que se dice de un político es que estorba y siempre un político estorba a alguien o a algo. Y si se trata de congéneres adictos también sufre la misma mengua porque, por grande que sea su voluntad, es imposible que un político llegue a ajustarse exactamente a las esperanzas de las muchedumbres que le siguen. Cuando se muestra ante los indiferentes, la situación se agrava. Aquí es hostilidad. Y si estos indiferentes son distinguidos en cualquier disciplina o aplicación del espíritu, entonces el político padece esta mengua: pasa por ser un hombre fanático. Y si estos indiferentes pertenecen a la masa no distinguida, la posición del político es todavía peor, ya que provocará temor o aversión. Lo menos que se preguntaran es qué querrá este individuo de nosotros. Esta experiencia la tienen todos los políticos; es el ser más espiado, más juzgado, más escrutado, mas sometido a una crítica implacable. El político está siempre al borde del precipicio. Y si se cae, la gente dice: «Se le está bien empleado, era un majadero». Esta situación del político les engendra un complejo de inferioridad, y por ello muchos políticos dicen que son otra cosa e insisten en que ellos a la política no le han dedicado sino los ratos perdidos de la ociosidad; y también se da el fenómeno inverso: que el que es otra cosa, o ha sido otra cosa, o sigue siéndolo, parece que no tenga derecho abandonarla para dedicarse íntegramente a la política. La política no admite experiencias de laboratorio, no se puede ensayar, es un caudal de realidades incontenibles, no admite ensayo, es irrevocable, es irreversible, no se puede volver a empezar. Además un hombre poseído de la emoción política necesita justificarse ante su conciencia y ante la historia. Ambas son relativamente fáciles. Pero hay otra justificación casi imposible, que es la actual, frente a frente a las masas que esperan del político siempre algo. Y para justificarse ante ellas debe sacrificar frecuentemente su justificación ante su conciencia o la historia.

*Profesor de instituto