L as reacciones provocadas por la adolescente Greta Thunberg con su activismo para salvar el planeta, que van de la fascinación que provoca en los convencidos y el agrio rechazo de los incrédulos, no son nuevas. Es algo que ocurre con todos los símbolos, especialmente si incorporan cierta cantidad de juventud, cualidad con probada capacidad para reflejar, como un espejo, toda clase de deseos y temores sociales. Para empezar, que los jóvenes provoquen inquietud es algo prácticamente universal. Entre los lugbara de Uganda y los kasai y buma de Zaire, por ejemplo, se piensa que son portadores de desorden. Algo parecido sucede en Grecia, donde la diosa Artemisa, además de conducir a los adolescentes a la sociabilidad plena, es también «la cazadora», la que frecuenta las tierras salvajes que rodean la ciudad, la que encarna la mezcla de lo civilizado y lo natural. En cuanto a Roma, allí los jóvenes son los protagonistas principales de las fiestas lupercales, en las que se conmemora la fundación de la ciudad imitando a los fundadores (los lobeznos Rómulo y Remo) y adorando al dios Fauno, otro dios semisalvaje que mezcla lo humano y lo natural. Por lo tanto, en las sociedades antiguas y primitivas los mitos y cosmogonías reconocen que la juventud excede el orden instituido y trae consigo lo salvaje exterior a la sociedad. Sin embargo, aunque sea tan peligrosa, dicho orden acepta esa alteridad, pues los dioses que la representan no están excluidos y conviven con los demás.

En el Renacimiento, sin embargo, los jóvenes ya no representan lo malo con lo que se sabe convivir sino lo malvado que se debe extirpar. Por eso, en Florencia, los individuos de menos de cuarenta años estaban excluidos de las deliberaciones públicas y san Alberto de Siena decía que si tuviera hijos los mandaría fuera de Italia nada más nacer hasta que cumplieran esa edad. De modo que la moral levantada por el cristianismo hizo que el orden social occidental se pensara intelectualmente y se construyera políticamente no con los jóvenes, como había sucedido en las sociedades antiguas y aún sucede en las primitivas, sino contra los jóvenes

Lo que cambiará con la llegada de la modernidad es que, sobre esas bases morales, se elaborarán conceptos científicos solo aparentemente neutros y se inventarán instituciones encargadas de realizar esa neutralidad. De ahí que en la segunda mitad del siglo XX aparecieran por todo el primer mundo instituciones encargadas de investigar científicamente y conjurar políticamente el peligroso desorden juvenil, asociado al consumo de drogas, la revolución sexual, la contestación política y otras disidencias. En el Estado español, este paso se dio en 1961 con la creación del Instituto de la Juventud. Las ciencias sociales le han acompañado desde entonces investigando no lo que los jóvenes sean, sino lo que les falta o aún no tienen del todo para ser adultos, desde responsabilidades como la laboral y familiar hasta un amplio abanico de buenas costumbres. Este hábito intelectual no debe extrañar pues ya Freud atribuyó al inconsciente femenino la envidia del pene y las élites han solido adjudicar al pueblo la falta de cultura.

Pero es que nuestras sociedades, además de instituirse contra los jóvenes, del mismo modo que han hecho con otras alteridades, no han cesado de recuperarlos imaginariamente convirtiéndolos en objeto de deseo. Lo hace cuando se imagina el buen orden social a partir de ellos. También cuando los convierte en la imagen que el adulto ha de emular para conjurar el miedo a la muerte o la angustia que genera el paso del tiempo. E igualmente cuando los incorpora como detalle estético obligado a toda clase de mercancías, filmes, propagandas, etc.

Los jóvenes pues, después de excluida o borrada su alteridad real, son simulados por nuestra sociedad incluyendo en su re-presentación imaginaria algo de lo que unos desean y otro tanto de lo que el resto teme. En el caso de Greta Thunberg, una representación total que ha convertido prácticamente toda su vida en un simulacro, pues hasta la neurodiversidad y los padres forman parte del personaje, da la impresión de que el hábito con el que nuestra sociedad trata y ve a los jóvenes se ha proyectado también sobre ella, pues mientras para unos es un pequeño demonio para otros representa el inicio del resto de nuestras vidas. Lo que afortunadamente no ha aparecido entre los primeros es el deseo inquisitorial de prohibirla. Pero no nos apresuremos. A poco que se esfuerce y participe en más algarabías puede caerle una acusación de terrorismo.

*Catedrático de Sociología