En la mañana del 4 de marzo de 1918, uno de los cocineros de la base militar de Camp Fuston (en Fort Riley, localidad del estado norteamericano de Kansas) era trasladado de urgencia a la enfermería del campamento, aquejado de agudos síntomas de gripe. Al final de aquel mismo día, eran ya decenas de soldados los que presentaban un cuadro médico similar. A pesar de ello, los oficiales sanitarios del campo decidieron que todos los soldados que habían completado su entrenamiento, habían de partir para combatir, tal y como estaba previsto, a Francia, en cuyo frente occidental se libraban las últimas batallas antes de la firma del armisticio -11 de noviembre de 1918- que habría de poner fin a la Primera Guerra Mundial.

A primeros de abril, una vez desembarcados los «Sammies» (así apodaban los alemanes a los soldados estadounidenses, al igual que «Tommies» a los ingleses) en el puerto de Brest, la epidemia de gripe se propagó rápidamente entre las tropas aliadas, y pronto también entre las de la coalición germano-austrohúngara, de manera que a finales de mayo ya se contabilizaban más de 100.000 muertes a causa de la epidemia en las trincheras; más que las causadas por las balas y la metralla de las bombas.

No obstante, la más virulenta y mortal oleada de contagio estaba todavía por llegar. Apareció en el otoño de 1918 y en puntos muy distintos del planeta, siendo la responsable del 64% de las muertes totales que causó la pandemia. Y a esta oleada aún siguió una tercera, a partir de enero de 1919, con gran incidencia en Norteamérica y Europa. Los cinco continentes fueron afectados por aquella crisis sanitaria, si bien fue Asia el que soportó casi la mitad de la mortandad. Las opiniones más optimistas cifran el número de óbitos habidos, en todo el mundo, en 21 millones, si bien las versiones más verosímiles elevan este número, al menos, hasta los 50 millones de muertos, así como en 500 millones el número de personas afectadas, es decir, casi un tercio de la población entonces existente en el planeta.

Y aunque nuestra nación también sufrió gravemente la pandemia (hasta 300.000 personas podrían haber muerto en España por el contagio), la enfermedad fue injustamente denominada a nivel internacional como «Gripe española». Y paradójicamente ello se debió a que, a diferencia de los países beligerantes en la Gran Guerra (que practicaban la censura informativa) en España -que fue país neutral- había libertad de expresión, por lo que todos los periódicos españoles informaron con veracidad sobre la virulencia de la gripe. Sin embargo, lejos de reconocer a España su labor humanitaria por informar con rigor sobre la pandemia, los países responsables de su propagación colgaron a nuestro país el sambenito de su nombre: «Gripe española».

Claro que también los países enfrentados en la Gran Guerra se lo atribuyeron entre sí. Así, en Alemania se llamó «Gripe de Flandes» y en Polonia «Gripe bolchevique». Mientras, en España recibió el apelativo de «Soldado de Nápoles», al parecer porque esta melodía de la zarzuela La canción del olvido (reestrenada en Madrid en marzo de 1918, coincidiendo con los inicios de la epidemia) se hizo tan popular y pegadiza como la gripe. Más recientemente, Laura Spinney la ha descrito como El jinete pálido, título de un magnífico libro en el que la escritora británica se adentra en las tenebrosas profundidades de la que, posiblemente, fue la más devastadora crisis sanitaria a la que ha debido enfrentarse hasta ahora la humanidad.

*Historiador y periodista