Por qué hablamos a gritos en los bares y restaurantes si nos podemos entender a media voz? Eso pasaría, claro está, si todos usáramos ese tono para comunicarnos. Hay que reconocer que la insonorización parece algo superfluo en establecimientos de tapeo e incluso en restaurantes conocidos donde falla la acústica de manera alarmante. En esos casos, la salida de casa para socializarnos un poco comiendo y bebiendo con amigos y familiares se convierte muchas veces en una tortura de gritos o de no enterarse de nada, porque todos hablamos a la vez, y él o la que tengan la voz más potente se hace con la conversación, que suele coincidir con el que más tonterías dice.

El filósofo Rafael Argullol elige los locales en los que va a pasar un rato agradable, se supone, en función del silencio o del murmullo de voces reinante. Si hay gente gritando en las mesas, se levanta elegantemente coge su abrigo (en el supuesto de que sea invierno), se despide de quién esté a su lado y se larga en busca de algún espacio donde se pueda conversar sin dejarse la garganta en el empeño. Si le siguen los contertulios, bien, si no se retira tan tranquilo. Ha llegado a ese punto en el que le importa un pimiento que le tilden de raro o exquisito.

A veces, muy a menudo, la gente grita al hablar para hacerse notar y que las mesas del alrededor sepan quién es el macho alfa, o el tonto del culo de turno. Incluso en las terrazas tan agradables de primavera, donde la insonorización no es requisito necesario, se producen escenas grotescas de mala educación. Son las típicas escenas de familia numerosa, con suegros, nietos y perrito enano que no para de ladrar taladrando los tímpanos de los vecinos de las mesas contiguas o de amigos encantados de encontrarse y «echar unas risas» a todo volumen.

Una mañana de domingo en una terraza al sol benéfico de abril estaba sentada al lado de otra mesa ocupada por cinco hombres jóvenes que hablaban de sus cosas, cervezas en mano. Todo normal, hasta que al cabo de un rato el que más alto hablaba comenzó a relatar a voz en grito como cuando llegaba a casa le zurraba a su mujer porque no había hecho nada en toda la mañana y encima estaba de «morros». «Es que no hay quién las entienda; nunca están satisfechas de nada. Mira, es que le solté una hostia…» Todos rieron la gracia y de reojo miraron la reacción de la mujer que estaba sola en la mesa de al lado, que era yo. Me quedé pasmada, y pensé en varias posibilidades. La más probable era que me partieran a mí también la cara si me metía en su conversación. Me levanté, dejando encima de la mesa tres euros por el vino que ni había acabado de degustar, me puse la cazadora con parsimonia, y al pasar a su lado solté un escupitajo (algo que no suelo hacer nunca) y dije así, en general: «¡Cerdos!». Y me fui con la cabeza bien alta, paso firme y rápido, aunque todos mis músculos estaban tan tensos como una piedra por si alguno de esos cretinos movía la silla y se encaraba conmigo. No pasó.

*Periodista y escritora