Ya se están viendo en el cielo la primeras grullas que vuelan camino de su anual parada invernal en Gallocanta. Ya se las ve volar en lo alto, anunciando su llegada con graznidos, por encima de Madrid, sobrevolando por encima de los últimos rebaños de la Mesta que hace apenas unos días cruzaron por la Castellana.

Pero la que transitan las grullas es una invisible, aunque existente, cañada real que se eleva sobre el horizonte, siendo los hitos terrestres y el eje magnético del Planeta los miliarios que marcan el rumbo de los aleteos de sus alas, en pos de su meta de aragonesa agua salada.

Gallocanta es en sí misma una palabra que ensalza a sus finiseculares y siempre fieles, huéspedes aladas; preparadas para un viaje de miles de kilómetros que llevan a cabo en perfecta formación en forma de flecha, sincronizando magistralmente sus relevos. De manera que contemplar el vuelo de las grullas semeja ver una etapa de la vuelta ciclista, en un día con fuerte viento, en que los corredores se sitúan a la estela del compañero que va por delante.

Las grullas anuncian la llegada de un cambio de tiempo, en días en los que el verano, aún pugna tenuemente por sobrevivir, aunque definitivamente rendido ante los colores anaranjados, ocres y amarillentos del otoño. Las grullas avanzan a contratiempo, habiendo elegido Gallocanta -quizás desde ya hace miles de años- como su cuartel de invierno. Llegan por grupos, a veces muy numerosos. Y en otras ocasiones, compuestos por apenas una decena de aves, quizás voluntariamente rezagadas para intentar reintegrar en el grupo principal a alguna grulla con problemas.

En la Antigüedad, el vuelo de las aves fue estudiado por los augures, como premonición de los acontecimientos futuros que habrían de suceder. Emperadores y reyes de la mayoría de las civilizaciones pretéritas, muy especialmente, en la Antigua Roma, estuvieron atentos a la interpretación que del aleteo de los pájaros hacían sus sacerdotes, los cuales podían indicar el día en que habría de iniciarse una batalla o la fecha más idónea para que se celebrase un enlace matrimonial.

A día de hoy, la puntual llegada de las grullas a su cita anual en Gallocanta también es símbolo del renacer constante de la vida, resumida por Mircea Elíade como un ciclo de eterno retorno en que principio y fin se suceden cíclicamente, sin solución de continuidad, en un sistema en el que nada cambia, excepto las individualidades, abocadas (como es el caso de todos los seres vivos) a la muerte, desde el instante mismo del nacimiento.

Como las aves surcando los cielos, cada persona somos uno, que a su vez jamás podríamos llegar a nuestra meta sin la compañía y ayuda de los demás. Uno absolutamente interdependientes, peregrinos por el camino de la verdad y del amor, unidos, como las grullas, cuando dan el relevo en su vuelo, por el valor profundamente humano, de la solidaridad.

*Historiador y periodista