Hablando bienhumoradamente y al tiempo, con seriedad, esa circulación, suele ser como una guerra con armas distintas a las de las guerras tradicionales; en el "casus belli" de esa guerrilla urbana, la estrategia, la táctica, el medio, las armas y los combatientes son peculiares pero igual que en las otras batallas, las víctimas son también, seres humanos, ¡qué casualidad!

Pero, ¿es la circulación urbana una guerra más?, pues sí, eso digo, lo es, aunque estemos tan habituados a ella, que de ordinario, ni nos damos cuenta de que cuando salimos de casa tan confiadamente, para acudir a nuestro trabajo unos y muchos para buscarlo, en realidad, "partimos para el frente" y como no lo advertimos, caminamos tras despedirnos de la familia con una sonrisa y sin premoniciones bélicas. Pero la guerra nos espera siempre y la calle apenas propicia ángulos muertos para cubrirse.

El rutinario "día a día", puede que nos haga más insensibles y más hábiles para sortear las balas porque un coche no deja de ser eso una bala muy voluminosa; con eso y con el entrenamiento cotidiano, vamos adquiriendo un poco de disciplina vial; pero nuestra inconsciencia nos lleva a entrar en guerra y combatir convencidos de regresar vivos; por eso, nos despedimos de la familia con un optimista "hasta luego" y nunca decimos, "hasta el cielo".

Pese a todo, muchos de nosotros nos atrevemos a cruzar en rojo aún siendo conocedores de que un coche bien dirigido y corriendo con el verde a su favor, puede hacer uso de su derecho a atropellarnos, que ningún peatón está facultado para inmiscuirse en la vida de los que van en coche. Si un coche quiere correr y tiene "en verde" su disco, ¿tendría que soportar que los peatones se lo impidieran? Como hay un reglamento, si los conductores tienen el disco en verde, dicen algunos expertos del motor, que debe presumirse que el culpable es el atropellado.

Un buen amigo mío, que presume de especialista en esta suerte de guerra, asegura que una contienda urbana, nos educa debidamente para saber comportarnos en cualquier otra clase de combates; hasta sugiere la posibilidad de organizar una mili ultramoderna para aprender a ser peatón, manso, humilde e indefenso para no venir luego, con quejas.

Pero ese amigo mío recela de que llegue un día en que tengamos la guerra en paz, en que respetemos la superioridad del que sale a la calle con carrocería protectora y que en caso de avería, se queda en casa. No nos empeñemos en igualarnos con los coches, si somos sólo peatones. Y ojo con emular a esos voraces dinosaurios que llaman tranvías o autobuses.

Ubaldo, ese amigo mío, reconoce que cualquier vehículo de esos, cuenta con armas como los parachoques y hasta los frenos-lanzaderas y que nosotros no tenemos ni ruedas ni bujías ni GPS; ellos pueden recorrer centenares de kilómetros sin cansarse mientras que nosotros somos muy poca cosa y para que lo comprendamos resignadamente, debemos aceptar que, como simples peatones, es difícil llegar a viejos, por lo menos, enteros.

Mi amigo Ubaldo cuenta que un profesor que tuvo en la Universidad, había publicado un libro muy sugeridor sobre los riesgos de ser peatón y que nuestra vida sería muy poco segura si quisiéramos competir con máquinas porque nos arrasarían y como Ubaldo es hombre de cierta ilustración, nos impresiona citando un dicho latino, "¡quia nominor leo!" y nos lo traduce enseguida a su manera, para decirnos que si el león se queda con la mejor parte de lo adquirido: el vehículo mayor se considera autorizado para "cazar" cochecitos, motos, bicicletas y con mayor impunidad, a los pobres peatones que intentemos pararles, ¡no faltaría más!

Hay economistas que creen que la crisis actual nació de que todas las personas quieren tener un coche para salir a la vía pública en vez de apolillarse en casa como peatones y encima, el cincuenta por ciento de los que no pueden adquirir alguno, ¡tiene uno!

Y para decirlo todo, Ubaldo suele confesar que aquel bendito profesor acabó yéndose a una montaña llena de peñas y en la que los pastores le aseguraron no haber visto nunca un coche, así que decidió que aquel era un sitio ideal para su retiro y allá se fue y cada mañana, se recitaba aquella poesía tan bonita: "qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido" etc. y vivió feliz, sin atropello alguno, mientras le duró la pensión del retiro.