Enciendo la tele. Líderes políticos y formadores de opinión de todos los colores, tanto en España como fuera, no cesan de tratar esta crisis acudiendo a la distinción amigo/enemigo, las metáforas bélicas y el imaginario de la guerra, todo ello en la base o fundamento de los órdenes políticos patriarcales. Sin embargo, del mismo modo que ya ocurrió y ocurre con la guerra al terror, en la que el enemigo es invisible, pues no está en ningún país o territorio concreto, sino repartido por todos y confundido con los amigos, así este coronavirus al que pretendemos haber declarado la guerra es un ente invisible que pasa de unos sujetos a otros deshaciendo no solo las distinciones, fronteras y amistades, sino los propios conceptos con los que habitualmente pensamos lo social en su dimensión política, como ocurre con la dialéctica amigo/enemigo y la amenaza de descargar la violencia al segundo término. En el caso de la todavía vigente «guerra contra el terror» esa distinción no tiene sentido.

En efecto, algunos países de nuestro entorno han mandado soldados a otros países para pelear allí contra terroristas entre los que se contaban conciudadanos suyos. Por otro lado, dentro mismo de nuestros propios países, también ha sucedido que algunos nacionales han matado a nuestros compatriotas en nombre de las mismas ideas. Pero es que, ha habido casos de adoctrinamiento tan rápido y vertiginoso que el propio individuo se ha convertido en terrorista sin apenas darse cuenta. Con el coronavirus ha ocurrido lo mismo. Al declarar la guerra a un microorganismo que atraviesa todas las barreras y se introduce en cada sujeto con suma facilidad, muchas veces sin violencia, a veces sin matar al huésped e incluso sin agravar su salud, estamos usando términos y articulando dispositivos destinados a fracasar. Eso sí, del mismo modo que la guerra contra el invisible Terror, así la guerra contra el microscópico coronavirus ha servido para provocar que los unos sospechen de los otros y se extienda de este modo el temor recíproco, algo que facilita la emergencia y luego sostenimiento de los totalitarismos. Como es sabido, los estados son muy propensos a desembarazarse de frenos como los derechos y libertades, que le impiden caer en esta peligrosa trampa. Ojalá no ocurra ahora.

Apago la tele, miro por la ventana y vuelvo a pensar. Pongamos que habíamos olvidado que formábamos parte de una sopa en la que estaba mezclado todo, lo orgánico y lo inorgánico, y que de esa nada o indeterminación había brotado lo que somos. Quisimos pensar que todo se reduce al Ser, una esencia pura de la que nacen entes claros y distintos repartidos por distintas clases de categorías, también ellas perfectamente definidas. Sólo los orígenes de los más antiguos mitos nos recordaban el caos que dio lugar a todo eso, pero nunca les prestamos atención. Luego aparecieron pensamientos que igualmente nos informaron de la nada, pero no supimos qué hacer con ellos. Es cierto que, casi a tientas, buscábamos el silencio, soñábamos con la oscuridad y perseguíamos la soledad. Sin embargo, el trato con la nada que así teníamos era fugaz y, a menudo, nos resultaba insoportable. Nunca estuvimos realmente a la altura de su llamada.

El caso es que de aquella sopa indeterminada ha brotado un minúsculo pedazo de vida que se ha extendido por nuestra especie, la única que olvidó su nada, contaminando a sujetos que se creyeron distintos cada uno del otro y atravesando agrupaciones de ellos, como las naciones, que igualmente se pretendían diferentes. Como no podía ser de otro modo, nuestra especie se aterrorizó. No tanto por la cantidad de muerte que nos visitó, como por lo vulnerables que nos descubrimos frente a tan minúsculo pedazo de indeterminación. Poco a poco se difuminó el miedo de cada uno a perder su autonomía por los males que pudieran traerle los semejantes y en su lugar aparecieron gentes vulnerables que se dispensaban cuidados y se volvían interdependientes, incluso más allá de cada nación. Después, la humanidad se volvió indeterminada y desde esa posición, esta vez sí, nuestra especie fue capaz de experimentar la mezcla de lo orgánico e inorgánico. Alcanzada la conciencia de esa nada inicial nos curamos de nuestra peor enfermedad, la ignorancia. Ahora sí que podemos renacer. H *Profesor de la Facultad de Economía y Empresa. Unizar.