Aviso de que estas líneas las escribo antes de la cita electoral. Y lo hago movido por el cabreo sostenido que me provocaron docenas de declaraciones de diferentes portavoces políticos antes y durante la campaña. No hay otra conclusión que pensar que están convencidos de que la mayoría de los votantes somos imbéciles, idiotas profundos que en alguna clasificación que estudié en mis tiempos jóvenes era el escalón más pobre en cuanto a inteligencia. O es eso o los que dejan mucho que desear son ellos porque si se creen lo que dicen el problema no es menos grave. Mentiras de tamaño supino, datos falseados una y otra vez, «ciberbulos», hacer no ya su propio discurso sino adjudicar al contrario el que a uno le conviene, y lo que es peor sembrar odio en cantidades industriales. Acabo la semana previa harto, empachado y cabreado. Y eso que esta vez fue breve. Quiero aclarar que de ninguna manera me sumo a las filas de los puristas ni tampoco a las de los antipolíticos que proclaman eso de que «todos son iguales». La política es un ejercicio imprescindible en una sociedad democrática pero, señores políticos, ha llegado a mi juicio la hora de dejar de hacer el imbécil y de tomar a los demás por tales. Y los partidos políticos, instituciones perfectibles como ninguna otra, son cauces imprescindibles para crear opinión y seleccionar a los mejores en lugar de convertirse demasiado a menudo en sectas cutres de mediocres que no defienden más que sus propios intereses. Algunos ni se enteraron de que eran unas elecciones generales y dedicaron sus mítines a vender sus «maravillosas» gestiones a distintos niveles en lugar de analizar los problemas que en este momento tienen los españoles y presentar sus propuestas de lo que hay que hacer, pero desde la Moncloa. En fin, lamentable. Pero votaré, claro que votaré. Porque hay excepciones.

*Profesor de la Universidad de Zaragoza