El Universo es finito pero ilimitado. Así lo definió Albert Einstein y, de esa manera, se sigue aceptando hoy en la comunidad científica. Las personas somos parte de ese Universo, lo que nos lleva a la caducidad. La humanidad lleva toda su historia intentando rebelarse contra esa cruda realidad. Lo ha hecho a través de creencias y supersticiones que le garanticen continuidad en la supervivencia, aunque sea solo espiritual, como es el caso de las religiones. Pero donde lo ha conseguido realmente ha sido con la ciencia, gracias a los avances médicos que nos han permitido ganar calidad y cantidad de tiempo a nuestro ciclo vital.

Sin embargo, hay un comportamiento que hemos mantenido inalterable a lo largo de nuestra historia para conseguir la eternidad: transmitir nuestro legado. Consiste en dejar o traspasar algo a quienes nos sucedan, sea material o no. El legado biológico son nuestros genes, a través de la descendencia. Pero nuestro ego no se conforma con la propia naturaleza. Ha buscado reconocimiento y memoria social. Unas veces con la excusa de buscar la satisfacción divina a través de impresionantes obras de arte. Otras, desde el recuerdo a quienes aportaron conocimiento, atrevimiento, o su propia vida, a favor de la cultura, la historia o nuestros derechos y libertades. La ostentosa fragilidad de las ideologías totalitarias llevó a sus fanáticos líderes a levantar estatuas y monumentos que cayeron con la misma facilidad que se impusieron. En la política más cercana también ha existido la tentación, demasiado habitual, de perdurar. Aunque sea con una sencilla placa, que otorgue el mérito de lo hecho a quien estaba al mando en aquel momento. Aunque todo lo hayamos pagado los ciudadanos de nuestros impuestos. Conviene recordar a quienes deseen perpetuarse en el tiempo que en unos años la Tierra será devorada por el Sol. Quizás el futuro sofoco de esas temperaturas enfríe la tentación de eternidad.

Otra inteligente forma de vencer al tiempo ha sido la de esconder mensajes jugando con la habilidad futura que permitiera su comprensión. Así lo hacían los masones, por ejemplo, en esculturas y catedrales. Y lo hacen en la actualidad formaciones políticas para lanzar mensajes, más o menos subliminales, que sólo pueden captar los muy cercanos o los expertos. Hoy utilizamos la inteligencia artificial, a través de algoritmos, para descifrar significados ocultos a simple vista. Afortunadamente mi maestro y mentor en Psicología, Juan Torrance, ideó una fórmula para desentrañar el contenido real de dichos mensajes. Adaptó un algoritmo a la política para hacer que funcionara al propio ritmo de la interpretación. Lo llamó hagoritmo. Las derechas en esto siguen siendo tan poco masónicas como Franco. Así que, sin mucho misterio, PP y Ciudadanos acordaron en Madrid un documento con un significativo número de puntos: 155 (contra el procés con ahínco). La izquierda es más sofisticada. Pedro Sánchez ha presentado 370 medidas. ¿Por qué ese número y no otro? El año 370 de nuestra era fue nombrado en el Imperio romano como «el del consulado de Augusto y Valente». Dos hermanos, coemperadores, en el occidente y oriente de dicho Imperio. Vemos así, con toda su plenitud, el guiño oculto hacia el entendimiento con Podemos que lanza el presidente. El título del documento presentado es todavía más evidente: «Programa Común Progresista». Las siglas del PCP (Partido Comunista de Portugal), que está apoyando desde el exterior al Ejecutivo del socialista António Costa. Pero lo importante es un contenido que todavía podría ser mejorado con las aportaciones de los morados. Un programa de izquierdas, necesario para la mayoría social de nuestro país, que se hace más urgente aún tras los últimos datos del paro. El acuerdo se impone por el bien común. Y no todo acaba aquí. En breve habrá que negociar los presupuestos. Quizás haya tiempo de recuperar la confianza, si todos cumplen con lealtad sus compromisos. No descartaría que en ese nuevo clima de cooperación se pueda recomponer la idea de fortalecer el gobierno de forma mancomunada.

En Aragón también somos dados a la criptografía. Las cuatro fuerzas que han pactado el Gobierno lo han hecho en un documento de 132 propuestas. ¿Por qué? Gracias a la particular técnica de Torrance lo sabemos. Sumen ustedes, de uno en uno, todos los dígitos de las cuatro fechas de nacimiento (día, mes y año) de Javier Lambán, Arturo Aliaga, José Luis Soro y Nacho Escartín. Efectivamente, suman 132. Lógicamente la probabilidad de que esto fuera casual es infinitesimal. Podríamos seguir con otros ejemplos. Pero es mejor que aún no se conozcan. Como pueden comprobar, sigue muy vivo el deseo de jugar con la historia y el tiempo, o al menos de lanzarles un guiño que solo unos pocos pueden comprender y descubrir.

La inteligencia se ha hecho natural en Europa y nos ha dado algunas alegrías. Salvini se ha quedado sin Gobierno y puede que Johnson vaya a morir políticamente de Brexito. Elemental, los algoritmos se llevan mal con la irracionalidad.

En fin, quien va a tener que seguir haciendo números con su plantilla es Víctor Fernández. Menos mal que la inteligencia artificial le está echando una mano para cosechar sus primeras victorias. Con ese algoritmo tendrá que seguir ganando por lo civil o por lo miliVAR.

*Psicólogo y escritor