A la rueda de prensa posterior al frustrante empate contra el Rayo se presentó César Láinez echando humo por las orejas y espuma por la boca. Tenía para todo después de ver cómo su equipo había tirado por la borda la permanencia matemática en Segunda en otro despeje fatal. Desesperado, el entrenador se autoinculpó de todos los males del equipo en una actitud injusta consigo mismo y excesiva, en tanto en cuanto a él le corresponde la responsabilidad que le corresponde pero en absoluto en la proporción que se la adjudica.

Láinez está hastiado, saturado por el estrés que genera la incertidumbre y su consiguiente responsabilidad, enorme. César es la última víctima de este Zaragoza, un monstruo insaciable que todo lo devora. En estos años en Segunda se han sucedido malas decisiones, desaciertos en cadena y demasiadas apuestas fallidas a todos los niveles, en cargos, técnicos y futbolistas. No ha habido plan, solo bandazos. Han sucedido muchas cosas, y Láinez las está sufriendo ahora en carne propia, pero el origen del problema sigue siendo estructural: hace tiempo que el Zaragoza lo destruye todo y a todos. ¿Por qué? Esa es la madre de todas las preguntas y sin cuya respuesta, y que sea certera, no habrá futuro.