La guerra se ha hecho de nuevo presente con toda su crudeza en Irak desde el jueves, cuando se reactivó en todo el país la insurrección del shiismo combatiente de Moktada al Sadr y el Gobierno interino y su brazo armado, el Ejército de ocupación, han reaccionado con una fuerza sin precedentes: tanques, vehículos blindados, artillería de campaña y fuerza aérea. Los comunicados hablan de cientos de bajas y hacen una penosa distinción entre "civiles" y "terroristas", lo que evidencia que mueren muchas personas no combatientes. La tregua alcanzada en junio entre los shiís rebeldes y los ocupantes ha volado en pedazos aparentemente porque los segundos violaron sus términos tácitos al detener a varios militantes destacados, incluido el representante personal de Sadr en Kerbala. Un error que traduce, si se excluye una deliberada provocación, la torpeza política de Washington.

Las elevadas pérdidas shiís darán otro éxito táctico a los norteamericanos. Pero no la victoria. Y ésa es la cuestión: ya han muerto en Irak cerca de un millar de soldados estadounidenses. Esa factura y la constatación de que la guerra se intensifica tras año y medio de ocupación supone una derrota y un desastre estratégico, político y moral.