Los Juegos Olímpicos han sido apasionantes, aburridos, de todo. Hasta han tenido al perturbado de rigor en el momento sublime de la maratón. Ese sujeto que ya se coló en una carrera de bólidos no podía faltar en Atenas. Lo extraño es que en el Tour de Francia, con lo apretujados que pasan los corredores, no acabe de surgir un tarado de estos. Quizá es porque en la ronda francesa hay un gendarme cada diez metros. Lo más destacable es que en Atenas enseguida se agotaron los condones en la villa olímpica. Se ve que como no dejan doparse hay más tiempo para el roce humano antiguo, natural. En esa plenitud de los músculos del universo los apabullados telesedentarios imaginamos toda clase de combinaciones amatorias entre forzudos y sílfides, entre velocistas y remeros, pues cada disciplina modela un canon exclusivo y las combinaciones son infinitas. Estas fantasías virtuales se producen en los anuncios, que ocupan un tercio de nuestras vidas. Los Juegos garantizan que siempre hay algo a qué agarrarse en la pantalla redentora, incluso un espontáneo que arruina una carrera con frases del Apocalipsis: la verdad es que era un poco extraño que no apareciera la religión, cualquiera de ellas, por alguna parte. De hecho, estos Juegos han sido un oasis laico en un mundo lleno de santones. Es verdad que algún atleta --como el eritreo estadounidense que se llevó la plata en la maratón-- se persignaba al cruzar la meta, pero siempre después de haber consultado y parado su cronómetro, que es lo más laico que puede haber.

Los Juegos siempre están ahí, a un click, para salvarnos la vida y redimirnos del tedio de marquesas, grúas y ayatolás. Condensan los dramas y tragedias en píldoras asequibles, y fascinan por igual a chicos y a grandes. Estas competiciones reflejan la exactitud de los horarios que nos rigen y las arbitrariedades en que incurrimos los humanos al juzgarnos, esas decimillas. La pena es que los programas rosa, que ya se han apoderado totalmente de las teles, no se ocupen también del olimpismo. Desbordado por la magnitud de su éxito, el negocio del cotilleo no se ha dado cuenta de que, una vez traspasado cierto límite, la audiencia siempre quiere más. Se empeñan en restringir su ámbito de actuación a unos cientos de personas, que se repiten demasiado. El sector cotilleo se enfrenta a una crisis de crecimiento.

*Escritor y periodista.