Y, lógicamente, cuando hablaba de optimismo me refería a un par de cosas: que la izquierda obtendría mejores resultados, unos resultados que les permitirían gobernar esta legislatura, y que la ultraderecha de Vox cosecharía menos votos y menos escaños de los que hacían temer algunos pronósticos, de manera que no podría influir en la gobernación del país.

Me disculpo por la autocita, pero es que más de uno y más de dos escucharon ese vaticinio con cara de escepticismo. Que si los debates fueron así o asá, que si la campaña de Sánchez, que si las infinitas divisiones y subdivisiones a su izquierda… Políticos, sociólogos, politólogos y tertulianos de cualquier especie repetían, como un mantra, que el resultado esta vez era impredecible, que podía pasar de todo y que lo de Andalucía podía repetirse a nivel nacional. Hasta los máximos responsables de la Unión Europea ponían gesto preocupado ante las urnas españolas.

Así que, ¿en qué me basaba yo para confiar en los ciudadanos?

Me atrevo a decir que, fundamentalmente, en una cosa. En que los políticos, los sociólogos, los politólogos, los tertulianos y los líderes de Bruselas se pasan la vida discutiendo unos con otros y no tienen la costumbre de echarse una cerveza y hablar con la gente de la calle (una costumbre que servidor nunca ha perdido). Con esos que, a la hora de la verdad, acuden a su colegio electoral y depositan su modesto voto. Y esos votos son los que valen, no los comentarios ni las encuestas.

UNA BUENA PARTICIPACIÓN

Si lo hubieran hecho, habrían sentido con claridad que la gente de la calle no estaba por la labor. Que, si lo de Andalucía sirvió para algo, fue para que muchos escarmentaran y comprendieran que la abstención estética de la izquierda, tan justificada muchas veces, podía engendrar monstruos como el andaluz pero más peligrosos por sus dimensiones y sus consecuencias. Que la gente sabe que su voto es el instrumento para evitar esos males y que, como cualquier instrumento que utilizamos para realizar una tarea, debe ser un instrumento útil, no un adorno inútil. De la misma manera que no usaríamos un martillo de gomaespuma para clavar un clavo.

Porque he oído a mucha gente hablar en esos términos, confiaba en ellos para dar al traste con los pronósticos de los agoreros. Pero también por algo más. Por algo que los expertos parecían haber olvidado. Me refiero a unas reglas de oro que se han cumplido rigurosamente desde que los españoles votamos en libertad. Unas reglas que nos han definido como sociedad desde que se nos permite expresarnos y que muchos daban por caducadas, como si un extraño siroco hubiese recorrido la Península Ibérica y hubiera dado la vuelta a sus pobladores como a calcetines.

La primera es que la sociedad española se define a sí misma, de forma mayoritaria, como de centro-izquierda. Imaginar que, de la noche a la mañana, había dejado de serlo me parecía excesivo.

Otra es que las elecciones siempre (¡siempre!) las ha ganado aquel que ocupa el centro político. El PP de Pablo Casado, sin embargo, se ha dedicado a lucir posiciones más cercanas a la caverna que a la moderación, y Albert Rivera a buscar su sitio, ya no como bisagra centrista sino como hipotético líder de toda la derecha. Si a ello se le suma el cuidado que han tenido ambos en no criticar abiertamente los exabruptos de Abascal y sus legionarios, por si luego los necesitaban, el resultado no podía ser otro: Pedro Sánchez y el PSOE se han encontrado con el centro vacío y han tomado esa posición sin esfuerzo alguno. Como quien se encuentra en el árbol una fruta madura y solo tiene que alargar el brazo para cogerla.

Una tercera regla de oro es que la ultraderecha española, según todos los estudios sociológicos que se han realizado en las últimas décadas, existe y ha existido siempre aunque no se haya encarnado en un partido específico hasta ahora. Los nostálgicos del franquismo, los que lo conocieron en vivo y los que lo conocen de oídas (de malas oídas, por cierto) fueron recogidos por Fraga en su redil de Alianza Popular y se quedaron a vivir con Aznar en el PP. Algunos, a la vista de las fugas de voto, encontraron también acomodo en Ciudadanos. De modo que su voto fue siempre un voto prestado y lo único que ha sucedido es que lo reclamó su legítimo propietario.

Pero también han venido diciendo esos estudios que el número de esos nostálgicos nunca superó el diez por ciento de los electores. Que es, casi al milímetro, lo que ha obtenido Vox. De modo que PP y Ciudadanos cometieron el error de pelear por unos pocos votantes y dejaron abierto el caladero del centro, mucho más numeroso.

Otra regla, inexplicablemente olvidada, es que la Ley de D’Hondt favorece en escaños la concentración del voto y castiga la fragmentación entre diferentes partidos cercanos entre sí. Asombrosamente, hemos visto a expertos afirmar que el reparto de los últimos escaños en cada circunscripción venía a ser una suerte de lotería que a cualquiera podía tocar. La realidad demuestra que no ha sido así y que la aritmética electoral se cumple tan rigurosamente como la otra.

SIN LÍNEAS ROJAS

Por último, es sabido que los españoles no somos partidarios de la crispación y que sentimos rechazo hacia el insulto y la desmesura. No nos gustan las líneas rojas ni las exclusiones y premiamos los esfuerzos en beneficio del debate civilizado, el diálogo y la búsqueda de acuerdos transversales, de consensos. No creo, pues, que los agresivos debates que protagonizaron Casado y Rivera les hayan beneficiado, por mucho que sus forofos les diesen palmaditas en la espalda como a boxeadores que vuelven al rincón después de conectar buenos golpes. La novedosa actitud de Pablo Iglesias puede, sin embargo, haber atenuado el miedo de los más conservadores entre los votantes (un miedo azuzado desde la derecha) a que el voto de izquierdas pueda llevar a Podemos hasta las cercanías del poder. Lo que espero y deseo

O sea que, al final, se cumplieron las reglas de oro y pasó lo que tenía que pasar. Otro día hablaremos de lo que viene después: la lectura de esos resultados y lo que nos dicen con ellos los votantes. Ya les adelanto que no creo que sea lo que ahora propone el PSOE (gobernar en solitario). Interpretar mal la voz del electorado tiene malas consecuencias. Es un aviso para navegantes.