"A menudo los hijos se nos parecen, así nos dan la primera satisfacción". Lo cantaba Serrat y es desgraciadamente cierto en algunos aspectos. Los políticos, los bancos y también los padres hemos estafado a cientos de miles de jóvenes a los que educamos, sin distinción de clase y formación, para ser propietarios de un piso. Desde pequeños les hemos contaminado con nuestra experiencia sin hacernos ni una sola pregunta crítica sobre qué parte de ella se convertiría en un lastre para su futuro. Miles de jóvenes, la generación que hoy está entre los 30 y los 40, están atrapados entre paredes por las que pagarán, en el mejor de los casos, el doble de lo que valen. Compraron pisos infames a precio de oro con la expectativa de la provisionalidad y la esperanza de una especulación que a sus padres les salió tan bien. Durante tres décadas, infinidad de familias prosperaron no tanto por el aumento de sus sueldos como por el incremento constante del precio de su vivienda. Adquirieron en los 80 o 90, por pocos millones de pesetas, un piso que vendieron por el triple una década después. Se nos hizo creer la milonga de que estábamos instalados en un tesoro que, llegado el caso, cualquiera nos sacaría de las manos por el precio que pusiéramos.

Prosperar en España era básicamente cambiar de casa especulando con el precio de la que vendíamos a cambio de pagar lo que no valía una nueva. Los que hacían negocio nos invitaban a no apearse de la espiral, y nosotros, como hámsters en la rueda, aceptamos que nuestro piso era la mejor inversión de nuestra vida. "Cómprate algo, hijo, no tires el dinero en un alquiler", les dijimos cuando quisieron marchar. Y nos hicieron caso y se metieron en cuchitriles infames de 40 o 50 metros cuadrados, de los que no podrán salir porque nadie les dará por ellos ni la mitad de lo que deben seguir pagando sí o sí. Lo provisional se les convirtió en definitivo y eterno. Como su deuda. Y como además se les pasa ya el arroz, están teniendo hijos cuyos cochecitos ocupan medio salón, el que deja libre el tendedero de la ropa, que ocupa el otro medio. Un segundo hijo es una temeridad salvo si es del mismo sexo y ambos pueden compartir litera. Una estafa de la que no solo no hemos prevenido a nuestros hijos sino de la que hemos sido cooperadores necesarios. Les hemos arruinado con nuestros consejos. No levantarán cabeza hasta que muramos y puedan heredar el tesoro en el que vivimos, que, por cierto también vale ya la mitad. Periodista