Cada vez quedan menos testigos directos de la guerra civil española. El tiempo no perdona y los relatos de quienes la vivieron en primera persona se van perdiendo, salvo que alguien, como por ejemplo hizo en su día Lola Ester, se haya molestado en recopilar algunos. Para hacerse una idea de lo que supuso aquella tragedia, nada resulta tan instructivo como escuchar esos testimonios de viva voz. Lo hicimos los que tuvimos la suerte de convivir unos años con alguno de esos héroes anónimos y cotidianos. Con la mirada perdida, nuestros añorados abuelos nos hablaban de la muerte, miseria y destrucción que condicionaron para siempre sus vidas. Pero lo hacían también con una pasmosa naturalidad. Como si el destino les hubiera regalado la posibilidad última de cobrar distancia y protegerse de aquella época terrible. Nuestra conciencia, hoy, también está hecha a la barbarie. Pero no porque hayamos padecido penurias semejantes. Nuestra distancia viene dada por la habilidad que hemos desarrollado para digerir las noticias que nos sirven los medios sobre atroces matanzas como las de Gaza o Ucrania. Afortunadamente, hay quien se empeña en lo contrario. Entre ellos, los reporteros que nos informan sobre el terreno, como los de este periódico, Ana Alba y Marc Marginedas. Gracias a sus benditas crónicas, no tiene que pasar el tiempo para que las víctimas de las guerras de hoy se nos aparezcan ya como héroes anónimos y cotidianos. Y, de paso, sacudan un poco nuestras conciencias. Periodista