Cualquier aficionado a la historia sabe que los cambios en las civilizaciones se deben casi siempre a la obra de la acción colectiva y callada de muchas personas. Precisamente por esto, los nombres de las mujeres habían quedado frecuentemente relegados a la anécdota o a las tramas secundarias de los grandes momentos.

Pero más allá de la historia, el imaginario de una civilización también se nutre de las historias que se cuenta a sí misma. Desde Odiseo al Rey Arturo, el héroe masculino actuaba como el centro, en el canon de la aventura. Los cuentos servían como advertencia moral del papel de la mujer en la sociedad, reforzando la hegemonía de cómo esta debía comportarse (sé obediente como Cenicienta, ándate con ojo como Caperucita, muéstrate glamurosa como una influencer).

No obstante, cada vez más los liderazgos -y no solo los liderazgos polítcos o empresariales, a menudo tan mediatizados por la clase como por el género- hablan en femenino. Greta Thunberg, Malala Yousazfai, Carola Rackete o Megan Rapinoe son ya símbolos de las mejores aspiraciones de futuro de una sociedad harta de mesas redondas sin mujeres, de instituciones sin paridad y de calles, oficinas y camas donde hay ciudadanos de primera y ciudadanas de segunda.

Puede argumentarse que las acciones de cada una de ellas se apoya en la de un colectivo, en el que probablemente que se cuenten muchos hombres; o que su impacto está limitado en tiempo o profundidad. Pero el gran salto conceptual es que sus logros comienzan a dejar de percibirse como excepciones en la historia, o como modelos para una sola parte de la sociedad. Dos ejemplos recientes de esto han sido la repercusión del Mundial femenino de fútbol y el impacto del desembarco en la isla italiana de Lampedusa del barco de rescate de refugiados Sea Watch.

Porque las historias que nos contamos a nosotros mismos son un reflejo directo de nuestros valores.

*Periodista