Las Cortes de Aragón acaban de inaugurar la última y sugerente exposición fotográfica de Andrés Ferrer: Historia ausente , una suerte de memoria de nuestro desaparecido paisaje industrial. Una colección de imágenes que, en palabras del presidente del Parlamento autónomo, Francisco Pina, invita a la "reflexión continua".

Se trata de un testimonio bello y grave de lo que hasta no hace mucho fue el zaragozano barrio del Arrabal, aquel núcleo industrioso, ferroviario, pionero, fronterizo, colonizador, que poco a poco, sin embargo, fue dejando paso a la globalización urbanística, y relegando al olvido sus principales señas de identidad.

Porque de aquellas fábricas y chimeneas, de aquellos hornos y naves --como bien nos recuerda María Pilar Biel en el prólogo al catálogo de la muestra-- sólo quedan en pie unos pocos y simbólicos restos: el edificio de pasajeros de la vieja estación del Norte, las chimeneas y el antiguo almacén de modelos del Maquinista, el chalet del director de la Azucarera, Juan Soláns. Lo demás, aquella riqueza, aquel testimonio, ha ido inexorablemente cayendo bajo la piqueta, para dejar sitio a bloques de viviendas.

Pero antes de que eso sucediera, Andrés Ferrer, entre trabajo y trabajo, entre una exposición y otra, sacó sus cámaras a la calle y, caminando entre los fantasmas de los ingenieros, los operarios, los factores de tren, fue capturando y reflejando todo aquel decadente esplendor de nuestra revolución industrial. Son las fotos de esta compilación, de Historia ausente , imágenes majestuosas, contundentes, hermosas y heroicas en su digna derrota, pero de una belleza triste, como asediada por la ruina. Fotos del naufragio de los gigantes industriales donde un día se forjó el hierro del progreso, donde se hicieron vagones, presas, puentes, o donde el trigo y la remolacha se transformaban para usos humanos.

Cuando Ferrer recorrió aquel cementerio de elefantes el óxido y la mala hierba habían penetrado en los tornos, en las torres, y por los huecos de los rotos cristales de las naves de fundición se veían los desgarrones negros del olvido. Había ratas, pájaros, montañas de chatarra, jergones, válvulas ciegas, habría jeringuillas y condones, y, colgando del techo como arterias rotas, escaleras desprendidas de su caja, y por los suelos desvencijadas sillas que antaño ocuparon los creyentes del progreso.

María Pilar Biel nos recuerda cómo se fundó aquella decimonónica prosperidad. Cómo en 1861 llegó a la capital aragonesa el ferrocarril de la línea de Barcelona, convirtiéndose Zaragoza en un nudo de comunicaciones. Cómo el caballo de hierro fecundó un fermento aglutinador de la actividad económica, y en el Puente de Piedra, único paso sobre el río en muchos kilómetros a la redonda, una aglomerada y tasada frontera. Cómo en 1894 comenzó a elevarse la altísima chimenea de la Azucarera de Aragón, y cómo poco después, en los primeros años del siglo XX, la barriada contaba con más de treinta industria y otras tantas vaquerías.

Algo del alma perdida del Arrabal resucita en la Capilla de San Martín.

*Escritor y periodista