No solo se trata del grave incendio que está asolando la selva amazónica en Brasil; también en España hemos sufrido este verano la devastación del fuego en la isla de Gran Canaria, así como en nuestro vecino país, Portugal, en su región de Pedrogão. Pero lo más desalentador es que, muy probablemente, detrás de estos desastres naturales se encuentra una delictiva acción humana que la legislación internacional debería plantearse incluir, a corto plazo, como crimen de lesa humanidad.

Porque la eliminación de las masas arbóreas es a su vez causante de la desertificación cada vez mayor de extensas zonas del planeta que, a su vez, pasan a sufrir sequías prolongadas, cuyos efectos se agravan por el consecuente aumento de lluvias torrenciales -más probables con el calor intenso en el suelo- que arrasan la tierra fértil y destruyen las cosechas. Y si antes la Humanidad no se compromete a ponerle freno, este es el inquietante futuro climático que nos espera, el cual afectará grandemente a las relaciones internacionales, así como a las decisiones políticas de los gobiernos y a los nada halagüeños acontecimientos históricos que nuestra generación está llamada a protagonizar si no abandonamos con urgencia la vía que nos aboca, sin remisión, a la destrucción del planeta.

Y una vez más, es a través del espejo de la historia en donde nos podemos mirar para no volver a tropezar en la misma piedra. Así, retrotrayéndonos al siglo VII, durante el dominio visigodo de la península ibérica, sabemos -a través de la vida de san Audoini, el san Roque de aquellos tiempos- que poco tiempo antes de su acceso al episcopado de Ruán, en el año 641, el santo francés realizó un viaje a nuestro país. Un feliz peregrinaje por cuanto coincidió (y a su milagrosa intercesión ante la divinidad se le atribuyó) con el final de una terrible sequía de siete de años, que provocó a su vez un período de malas cosechas y una terrible hambruna que dejó diezmada a la población hispanovisigoda del momento.

Pero el tiempo de bonanza duró poco y así, las fuentes históricas apuntan a que el invierno del año 683 llegó a ser tan frío y dejó tanta nieve caída que, prácticamente, imposibilitó las comunicaciones entre las distintas poblaciones de la península. Hecho que contrastó significativamente con el clima seco y caluroso que se había empezado a registrar en la España visigoda desde mediados del siglo VI. De manera que, combinando los datos climáticos e históricos, ya apenas quedan dudas de que la inestabilidad que caracterizó a la monarquía hispano-visigoda, vino determinada -en buena medida- por los frecuentes episodios de sequía (así como por las hambrunas y epidemias de peste por ellos ocasionados) que se sucedieron en la peninsula ibérica durante el período de su dominación.

Fenómenos adversos a los que se sumaron los grandes tributos que las familias hispano-visigodas habían de pagar, generándose de este modo el caldo de cultivo propicio para el hartazgo y la desafección de la población hacia los efímeros reinados de sus monarcas. Así, la llegada de un nuevo tiempo de sequía entre los años 706 y 709 (que confluyó con una nueva epidemia de peste) exacerbó el descontento social y allanó el paso a la invasión musulmana de la península ibérica. De este modo, llegado el año 711, en cuya batalla, librada en su ribera, había de morir vencido Don Rodrigo -el último monarca de la lista de los reyes godos- la sequía hacía ya mucho tiempo que había dejado prácticamente sin agua el cauce del río Guadalete.

*Historiador y periodista