La furia popular, destructiva, contra los monumentos públicos recibe el nombre de vandalismo. Siendo los vándalos bastante más civilizados que quienes acaban de atacar los memoriales y la memoria de Cristóbal Colón, Junípero Serra o Miguel de Cervantes. Ese odio ciego que los ha arrojado contra mausoleos, símbolos y representaciones de piedra no difiere demasiado del impulso aniquilador que puede provocar una guerra. Entre un degollador de estatuas y el verdugo de un tirano tampoco hay tanta diferencia, del mismo modo que entre el odio y la violencia la única frontera a rebasar es la ignorancia.

Como arbitraria o peregrina excusa para sus acciones, los nuevos vándalos argumentan pretender compensar o vengar las injusticias de la historia. ¡Cómo si esta existiera! Tan cierto es que no debemos creer en el partidismo de las crónicas, ni tampoco, al pie de la letra, a los historiadores, como muy recomendable resulta averiguar por nuestros criterios y medios los hechos del pasado, a fin de intentar comprenderlos, nunca justificarlos ni manipularlos.

¿Pero cómo —se me objetará— entender la esclavitud? Desde luego, no como una práctica exclusiva de los plantadores de Atlanta o de aquellos hacendados españoles en Cuba a los que el tatarabuelo de Artur Mas, de profesión negrero, vendía esclavos de África, sino como una rémora de la humanidad presente en el siglo XXI (la esclavitud sigue vigente hoy) ¿Cómo y dónde —se me preguntará— señalar el origen del racismo? Vayan a los papiros egipcios, a La Ilíada. ¿Y del machismo? Lean la Biblia.

Así de antiguas son las injusticias, así de viejo es el odio. Pero, ¿se imaginan que los aragoneses odiásemos hoy a los franceses por haber destruido Zaragoza en la Guerra de la Independencia? ¿O que retirásemos la estatua de Augusto porque representa el yugo romano y encima nos la regaló Mussolini?

Conocer el pasado, familiarizarse con nuestras raíces y tal vez aprender a amarlas con todas sus contradicciones y miserias puede evitar la tentación de decapitar a nuestros antepasados, siendo su ignorante condena la más inaceptable de las posturas.