No solo leyendo los suplementos dominicales se llega a la conclusión de que todo lo que hacemos tiene que obedecer a una finalidad práctica, que se resume en el verbo crecer, sea profesional, económica o personalmente. El antídoto ante esta obsesión por el crecimiento es encontrar una actividad absolutamente inútil, un hobby idiota.

El mío lo descubrí por casualidad, aunque el lugar en el que sucedió no podría ser más prosaico ni pragmático: el cajero automático de un banco. Ese día llevaba una bolsita llena de monedas de 1,2 y 5 céntimos; esas que te llenan el monedero y con las que no puedes pagar nada sin que los otros clientes en la cola empiecen a removerse inquietos. Por eso las saco del monedero y las dejo en un cuenco. El día en que descubrí mi hobby idiota las llevaba, pues, en una bolsita, las metí en un compartimento del cajero en el que se puede ingresar monedas. Se cerró y la máquina empezó a contarlas haciendo el ruido metálico de un robot de película de dibujos animados. Los robots que se precien lo hacen cuando procesan algo, sea información, sean monedas de céntimo. Cuando terminó, me devolvió un papelito donde venían consignadas cuántas monedas de cada valor había contado y la suma total. La tensión del día se me cayó de los hombros al ver ese papelito tan ordenado que me daba un importe extraño, que no podía ser el precio de nada, 4,63 euros. ¿Qué comerciante se complicaría así la vida?

Desde entonces, cuando estoy muy cansada, meto las moneditas que se han ido acumulando en una bolsa, me voy a una sucursal bancaria un poco lejos de casa, le entrego las monedas al robot y recibo un pulcro papelito con un importe raro, que, como siempre, he calculado mal. Sí, juego a adivinar el importe, como en un concurso antiguo de la televisión. El mío es un hobby idiota y vintage. No acertaré nunca, espero. No tengo más objetivo que conseguir el papelito. No aprendo nada, no me cualifica para nada, no crezco. Ni ganas.

*Escritora