Cualquier encuesta realizada entre personas mayores demuestra que todas prefieren acabar sus días en casa y no en una residencia, por muy maquillada que se les presente; en realidad, para constatar un veredicto sincero, basta con hacernos tal pregunta a nosotros mismos: ¿cómo pensar en desprendernos de todo lo que nos rodea, que forma parte de nuestra vida; que nos identifica y con lo que nos identificamos? No cabe duda, pues, de la existencia de un rechazo, manifestado a veces con cierto embarazo, hacia las residencias, incluso antes de que la pandemia confiriera a estos centros un perfil nada apetecible, por más que sea injusto culpar de las deficiencias reveladas por el covid a un personal de servicio que, en general, ha hecho gala de una gran entrega, muy a pesar de su deplorable falta de medios.

Por desgracia, el envejecimiento equivale a dependencia, lo que redunda en la necesidad de una asistencia constante y especializada, no siempre disponible por parte de los familiares más próximos. Además, tal asistencia suele ser inasequible, fuera del alcance de una exigua pensión y una gravosa carga para quien la proporciona. Ello reduce mucho la eficacia de potenciales medidas paliativas, entre las que destaca sobre todo la ayuda domiciliaria para que los ancianos prolonguen la permanencia en su propia vivienda tanto como sea posible. Siendo los mayores la principal víctima de esta pandemia, es muy lamentable que sobre los supervivientes persista la amenaza del confinamiento nunca deseado en alguna residencia, calamidad que los protagonistas suelen consentir para no abrumar con un penoso lastre a sus seres queridos. Entre tanta ayuda y sobre todo promesas de parte de la Administración, con destino a los sectores damnificados, se podría invertir más en las personas que en justicia más lo merecen.