E l 22 de junio de 1941 Hitler ponía en marcha la Operación Barbarroja contra la Unión Soviética de Stalin, iniciando una guerra en el frente oriental que acabaría con la vida de cuarenta millones de personas. Tres meses después de comenzada la ofensiva alemana, en los últimos días de septiembre de 1941, varios pelotones de «Einsatzgruppen» -comandos de la muerte- de las SS, dirigidos por un antiguo arquitecto llamado Paul Blobel, asesinaban a sangre fría a treinta y cuatro mil personas, la mayoría de ellas mujeres y niños judíos, en solo dos días. Ocurrió este genocidio en el barranco de Babi Yar, a las afueras de Kiev (Ucrania). Los Einsatzgruppen tenían como misión (siguiendo los pasos del ejército alemán a medida que, iba avanzando hacia la Polonia oriental y los distritos occidentales de la Unión Soviética) de asesinar a todas las personas judías que encontraran a su paso, de manera directa, tiroteándolas en barrancos naturales o en grandes zanjas que obligaban a excavar a los prisioneros de guerra rusos. Pero en última instancia, éste, como los innumerables crímenes de guerra llevados a cabo por los nazis en toda Europa, fueron consecuencia de la «Solución final para la cuestión Judía», idea emanada en 1941 de un grupo de psicópatas, acaudillados por Hitler, y cuya planificación se hizo plenamente manifiesta en enero 1942, bajo la supervisión del criminal de guerra Reinhard Heydrich y de su superior inmediato, Heinrich Himmler. La Solución final tenía como objetivo el asesinato, aniquilación y eliminación de todos los judíos de Europa: once millones de personas.

Sin embargo, el planificado exterminio nazi de los judíos había comenzado prácticamente desde el primer año del ascenso de Hitler al poder, en 1933, sustentado en la promulgación de leyes raciales que relegaban a la comunidad judía a convertirse en ciudadanos prácticamente sin derechos, y aún peor: pasaban a ser considerados «untermenschen», es decir, personas inferiores a la pura raza aria alemana. De hecho, la situación llegó a ser tan grave que, en julio de 1938, el presidente de los Estados Unidos, Franklin Roosevelt, convocó una conferencia internacional en la ciudad francesa de Evian para tratar sobre la necesidad de acoger a los refugiados judíos alemanes víctimas de las políticas discriminatorias del régimen nazi. Sin embargo, la mayoría de los países se inhibió ante la gravedad de la crisis humana que ya en 1938 se adivinaba, mientras que Estados Unidos se limitó a aceptar la cuota de refugiados judíos que le correspondía para Alemania y Austria, de veintisiete mil trescientos setenta inmigrantes.

El 27 de octubre de 1941, tras una alegre jornada de caza con la que Himmler (máximo responsable de los campos de exterminio nazis) había obsequiado al ministro fascista de Asuntos Exteriores de Italia -el Conde Ciano- el «Reichsführer» confesaba al cuñado de Mussolini sentirse apesadumbrado por haber disparado «desde un puesto protegido, a unos pobres animales (habían abatido más de 2.400 faisanes, y 24 ciervos), criaturas inocentes, indefensas y desprevenidas, en el bosque. Himmler argumentaba que eso iba en contra de todo aquello en lo que él creía y que, en su justo término, se trataba de un puro asesinato. Al día siguiente, de acuerdo a las disposiciones de Himmler, diez mil judíos de Kaunas (Lituania) preparaban sus lechos en los fríos edificios del Gueto Menor, sabiendo lo que les depararía la mañana siguiente. El genocida alemán Karl Jäger dirigió la matanza de dos mil siete judíos varones, dos mil novecientas veinte mujeres y cuatro mil doscientos setenta y tres niños. Según él solo fue la «eliminación del excedente de judíos en el gueto».

El siguiente paso para el exterminio de los judíos, según Himmler, habría de ser que sus víctimas fueran asesinadas de manera humana, sin derramamiento de sangre y que los soldados de sus SS, responsables directos del genocidio, fuesen como cualquier otro trabajador de cualquier fábrica. Surgieron así los campos de la muerte, siendo los de Chelmo, Treblinka, Belzec, Buchenwald, Mauthausen, Sobibor, Dachau, o Auschwitz-Birkenau, algunos de los más tristemente conocidos por su crueldad, exenta de cualquier rasgo de humanidad y respeto por la dignidad de las personas. Durante las deportaciones se llegaba a hacinar hasta 80 personas en vagones de ganado de apenas 20 metros cuadrados de superficie. Los trenes regresaban sin seres humanos, pero cargados de sus posesiones.

El régimen nazi fue el mayor genocida que el mundo haya contemplado nunca. Asesinó en 12 años a veinte millones de personas (incluidos siete mil republicanos españoles) la séptima parte de las cuales fueron judías, tres millones de polacos, y diez millones de soviéticos, incluidos prisioneros de guerra. Pero ¿cómo fue posible que hombres comunes y corrientes llegaran a matar de una forma tan brutal? Para algunos historiadores, como el estadounidense Richard Rhodes, la razón fundamental de que el Holocausto fuera posible se debió a que el hundimiento social, económico y político surgido en Alemania tras la Gran Guerra, comportó un desorden social que permitió a Hitler y a sus criminales subordinados, parasitar y dominar el gobierno de Alemania, barriendo los mecanismos de control y de equilibrio (esencia de todo gobierno estable) que hubieran limitado su poder absoluto. La Unión Soviética bajo Stalin y la China comunista bajo Mao Zedong vivieron una situación parecida con la muerte de decenas de millones de personas por privaciones, o masacradas.

Lo que la Historia del Holocausto nos sigue enseñando es que sin unos potentes mecanismos de control y de equilibrio, el ansia de poder de un líder por consolidar su dominio -y la última forma de dominio es matar- puede volverse insaciable, puesto que todo el mundo, sin excepción, pasa a convertirse en susceptible y potencial amenaza para su poder.

*Historiador y periodista